En medio de las noticias sobre la caída de nuestra tasa de crecimiento, el ministro de Trabajo, Fredy Otárola, anunció a inicios de esta semana que en el Ejecutivo se evalúa elevar el sueldo mínimo. Aunque es cierto que el ministro se esforzó bastante en que la propuesta suene prudente –sostuvo que se está haciendo con mucha mesura y aseguró que no se debe golpear a las pequeñas y medianas empresas en esta época de enfriamiento económico–, creemos que la decisión verdaderamente prudente sería más bien no hacer ningún tipo de aumento, por muy mesurado que parezca.
Al contrario de lo que podría resultar intuitivo para algunos, aumentar el sueldo mínimo no beneficia a la gran mayoría de trabajadores. Y es que cuando contratar empleados cuesta más, las empresas naturalmente contratan menos. Es decir, el salario mínimo crea desempleo. De hecho, según el jefe de análisis macroeconómico de Apoyo Consultoría, Juan Carlos Saavedra, por cada 10% de incremento del sueldo mínimo se pierde el 5% del empleo.
Este desempleo, además, perjudica en primer lugar a la población más vulnerable: los jóvenes y los más pobres –al ser usualmente los menos productivos por haber tenido menos oportunidades de capacitación– serán los primeros en perder sus trabajos y también a quienes les será más difícil encontrar un empleo.
Por otro lado, algunas empresas reaccionan frente al sueldo mínimo pasando a la informalidad. Un problema que no es menor pues –según el Banco Mundial– el 65% de nuestras empresas son informales y alrededor de siete de cada diez trabajadores laboran en la informalidad. Y este es el peor de los mundos, pues quienes trabajan fuera de la ley no tienen derecho alguno.
Por todo lo anterior, resulta claro que el Gobierno, en lugar de tomar esta medida populista, haría mejor en facilitar que se creen nuevos puestos de trabajo y que las empresas aumenten su productividad para que tengan la posibilidad de ofrecer mejores condiciones a sus trabajadores. Lamentablemente, nuestro régimen laboral llena a las empresas de excesivas e irrazonables cargas restándoles competitividad y afectando su capacidad productiva. En efecto –según el Banco Interamericano de Desarrollo–, nuestro país se encuentra entre los veinte países con mayor rigidez laboral del mundo y –según la Cámara de Comercio de Lima– los sobrecostos laborales en el Perú son de los más altos en América Latina.
El Gobierno, sin embargo, en lugar de dar pasos hacia una flexibilización de la regulación laboral, camina en la dirección contraria.
En efecto, desde el inicio del gobierno del señor Ollanta Humala se han aprobado una serie de normas laborales que hicieron que nuestro sistema laboral sea aún más rígido y costoso. Para empezar, el sueldo mínimo se elevó de S/.600 a S/.750. Además, la norma que creó la Superintendencia Nacional de Fiscalización Laboral (Sunafil) permitió la imposición –sin ningún sustento técnico– de multas exageradamente altas y totalmente desproporcionales. Asimismo, se aprobó –sin realizar un análisis costo-beneficio de la norma– la Ley de Seguridad y Salud en el Trabajo, cuya aplicación –según la Sociedad Nacional de Industrias– implicaba originalmente un costo de más de S/.30 mil para una mype con diez trabajadores y de más de S/.82 mil para una empresa con cincuenta empleados.
Es cierto que el Gobierno, reconociendo su error, en el primer paquete “reactivador” flexibilizó en algún grado estas obligaciones, pero esto no solo ha sido tardío (las obligaciones estuvieron vigentes durante dos años) sino que únicamente ha significado un parche menor a errores ya cometidos y no una mejora de la situación laboral.
En mayo los suizos votaron en un referéndum en contra de la imposición del que habría sido el salario mínimo más alto del mundo. Por supuesto, no era porque no querían ganar más dinero, sino porque son conscientes de que solo habrían beneficiado a unos pocos a costa de todo el resto. Bien haría el señor Otárola en aprender esta lógica que tan clara parece estar en Suiza.