El fin de semana pasado, Fernando Raymondi, un joven periodista que practicaba en la revista “Caretas”, fue asesinado en Cañete. Si bien una de las hipótesis es que habría sido víctima de un intento de robo en la tienda de su familia, el que los asesinos no se llevaran nada del negocio y el que el periodista hubiese estado investigando el sicariato en Cañete hacen que su muerte sea por lo menos sospechosa. Raymondi, después de todo, estaba pisando terreno minado al querer investigar e informar sobre un tema en el que, muchas veces, ni las propias autoridades se detienen. Un tema que involucra a delincuentes que están dispuestos a sacar del camino a quienes se inmiscuyan en sus asuntos.
Lo cierto es que, aunque no podamos saber con certeza quién estuvo detrás del asesinato del periodista, se trata de un caso que debe ser investigado con seriedad y prontitud. Y que debe servir para reflexionar cómo, en un contexto donde el sicariato, el narcotráfico y las mafias de la construcción son, entre otros, un enorme problema de la seguridad nacional, aumenta el peligro para los periodistas.
No hablamos de un peligro menor. De acuerdo con la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), en los últimos diez años, casi 200 periodistas de la región han sido asesinados o han desaparecido; en lo que va del año, la cifra de asesinados ya alcanza al menos a 18. Para darnos una idea de la magnitud a la que puede llegar este problema, en países como Colombia las agresiones y amenazas han hecho que más de 80 periodistas cuenten con seguridad proporcionada por el Estado.
Es verdad que en nuestro país estamos lejos de estos extremos. Pero también es verdad que el mes pasado el programa “Panorama” presentó un manual de Sendero Luminoso, que entre las estrategias subversivas propone asesinar “a los periodistas o analistas que los combaten públicamente”. Por otro lado, el mes pasado, por ejemplo, se asesinó a la esposa de un periodista en las oficinas de una radio en Junín. El periodista luego informó que había revelado en su programa unas deudas en las que habría estado implicado un entonces candidato a la alcaldía. Unos meses antes, en julio, un periodista radial fue encontrado muerto y con marcas de tortura en Pacasmayo. Antes de su muerte habría iniciado una campaña pública que denunciaba la falta de valores de los candidatos locales. En abril, el domicilio de un periodista en Barranca fue objeto de un atentado con explosivos. Y recordemos también a Luis Choy, fotógrafo de este Diario que, en febrero del año pasado, fue asesinado en la puerta de su casa por sicarios y cuya muerte sigue sin haberse esclarecido.
Las consecuencias de que los periodistas sean objeto de agresiones son nefastas: no solo se perjudica a personas que buscan realizar sus labores de investigación, sino que además se pone en riesgo la libertad de prensa. En efecto, allí donde una persona sabe que por realizar sus labores ella o su familia pueden terminar incluso muertas, es probable que empiece a sopesar si está dispuesta a indagar y a destapar a criminales y a mafias. Por fortuna, en el Perú y en el mundo hay medios y periodistas que asumen estos riesgos y no se amilanan ante estas amenazas.
Es cierto que existen casos de autocensura, como el que se vivió luego del secuestro y asesinato del periodista Daniel Pearl, de “The Wall Street Journal”, en Pakistán, tras el cual muchos periodistas dejaron el país. No obstante, está en la raíz misma de esta profesión y de quienes la ejercemos con pasión y convicción hacer frente a estos resquemores y seguir reportando, investigando e informando.
La autocensura, en todo caso, no solo se erige como un riesgo para la libertad de prensa, sino también para la libertad de información de todos los ciudadanos. Esto es particularmente perjudicial en países como el nuestro, donde las labores oficiales de investigación muchas veces quedan cortas y donde también es necesario que un tercero imparcial –ajeno al Estado– se enfoque en encontrar la verdad. Ahí es donde el periodismo cumple, frente a la sociedad, con una de sus principales funciones: la fiscalización.
Finalmente, es importante resaltar cómo la violencia que busca silenciar la información no afecta solo a periodistas. Un buen ejemplo de esto es lo que sucedió durante la primavera árabe, cuando jóvenes fueron asesinados por manifestar sus ideas a través de las redes. O también lo que sucedió, por citar otro caso, este año en México, donde una ciberactivista que colaboraba con una página de denuncia de la violencia fue secuestrada, y sus captores publicaron en su perfil de Twitter una foto de ella muerta con advertencias a otros ciberactivistas.
Si el Estado quiere mantener su compromiso con la libertad de prensa, en fin, debe también ser consciente de que ella solo estará segura allí donde la violencia y los delitos puedan ser controlados por el gobierno. Y debe ser consciente también de que, allí donde actúe con desidia frente a una posible agresión, amenaza o asesinato de un periodista, se estará poniendo en peligro las libertades de todos los ciudadanos.