Que el actual Congreso no tiene especial consideración por el balance presupuestal del Estado es un asunto harto conocido. La insistencia en la “devolución” de aportes a la ONP y la derogatoria del decreto de urgencia que establecía límites en la negociación colectiva del sector público son apenas dos ejemplos de las últimas semanas.
A estos se les suma ahora la aprobación en primera votación, el viernes pasado, de un proyecto de ley para eliminar el régimen de contrato administrativo de servicios (CAS) de las planillas estatales. Con 113 votos a favor, el pleno respaldó una iniciativa que incorpora en el plazo de cinco años a estos trabajadores a los regímenes de los decretos legislativos 728 y 276. Aparte del incremento de los beneficios laborales, el objetivo central es pasar de un sistema de contratación temporal a uno indefinido para quienes tengan contrato CAS por dos años consecutivos o tres años discontinuos. Daniel Oseda (Frepap), presidente de la Comisión de Trabajo y Seguridad Social del Congreso, afirmó que la aprobación “es una conquista de los trabajadores”, y que su grupo parlamentario y la comisión que preside no avala “esta situación nefasta” del régimen CAS.
Es justo señalar que el régimen aludido introduce medidas arbitrariamente diferentes entre trabajadores estatales. Servidores públicos con labores cuya naturaleza es regular o constante reciben un trato con características de trabajadores temporales, lo que los pone en desventaja frente a colegas de los regímenes 728 y 276. Pero que sea arbitrario no significa que sea ilógico. Ante la rigidez y costos del sistema de contratación regular, el Estado ideó –para sí mismo y para nadie más– un régimen laboral especial que se adecuaba a sus necesidades y presupuesto. Dicho de otro modo, la extensión del régimen CAS en los últimos años es nada menos que un reconocimiento implícito de las enormes limitaciones y costos que existen en los regímenes de contratación regulares, sean públicos o privados.
Las condiciones de los servidores públicos deben homogeneizarse, pero ordenadamente y reconociendo las ventajas de cada sistema. Una salida abrupta como la que impulsa ahora el Congreso implicaría un incremento automático de 25% de la planilla estatal, de acuerdo con la Autoridad Nacional del Servicio Civil (Servir). Es difícil encontrar un peor momento para tal iniciativa que en un año en el que el Perú tiene que endeudarse significativamente para pagar cuentas básicas y en el que el déficit fiscal subiría a aproximadamente el 9% del PBI como consecuencia de la crisis. Más aún, según Servir, la norma sería un atentado contra la meritocracia, puesto que permite que “más de 300.000 personas entren sin concurso público y de manera indefinida a trabajar en el Estado”. Nuevamente, el Congreso ha pasado por amplia mayoría un texto apresurado sin criterio técnico y al que posiblemente se le encuentren problemas de inconstitucionalidad si se llegase a promulgar.
Entre toda la agenda de reformas pendientes, la mejora del servicio civil ocupa, sin dudas, uno de los primeros puestos de prioridad. Y si bien las condiciones laborales son muy importantes para atraer a personas con talento y vocación, y formarlas en un ambiente de trabajo adecuado que respete sus derechos, lo central debe ser siempre construir un sistema que garantice la provisión de servicios públicos de calidad al ciudadano. Ese es, después de todo, el fin del funcionario y de todo el aparato estatal. Mientras no se tenga claro ese enfoque y se prioricen más bien los intereses políticos de corto plazo, cualquier reforma del servicio civil estará destinada a fracasar.
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