Después de que un sicario asesinase a alguien en el país por enésima vez, el ministro del Interior salió a combatir la percepción ciudadana de que un nuevo y todavía más agresivo problema se había sumado a los muchos que ya hacen que nuestro país sea el que tiene los segundos mayores índices de victimización en América Latina. Los sicarios, dijo, son usados principalmente por delincuentes para aniquilar otros delincuentes. Ergo, los ciudadanos decentes no teníamos por qué sentirnos aludidos por las balas que, como el último domingo, pasaban zumbando en la entrada de un restaurante barranquino.
En la misma línea, habría que interpretar que los familiares de las víctimas colaterales del sicariato (como la niña que murió el mes pasado a manos de los asesinos a sueldo que intentaban matar a su padre) tendrían que consolarse con el conocimiento de que las balas que las mataron no iban dirigidas contra ellas. También habría que deducir que no afecta a nuestra democracia el que varios candidatos en esta última elección fuesen eliminados por sicarios y otros más fuesen víctimas de intentos de asesinato cometidos por estos.
Tampoco queda claro por qué, aun asumiendo que el sicariato no fuese más que un fenómeno interno de las mafias que existen en el país, el ministro parece entender que la existencia de estas escapa al campo de su jurisdicción y responsabilidad. Sobre todo, habida cuenta que no solo tenemos un problema de “existencia” de mafias (del narcotráfico, del contrabando, de la minería y la tala ilegal, de la construcción civil, de la política y demás), sino más bien una de “proliferación” de ellas.
Para saber esto último, basta usar el mismo índice del sicariato implicado en lo dicho por el ministro. Hace siete años en el Perú casi no había esta modalidad delictiva. Simplemente, no parecía haber suficiente “demanda” para el desarrollo de la “profesión” (el sicario del recordado Caso Fefer, por ejemplo, tuvo que ser contratado en Colombia). Desde entonces, el número de asesinatos con sicarios no ha hecho más que crecer cada año, hasta llegar al 2014, en donde si el ritmo sigue como viene (desde comienzos de año hasta mediados de setiembre los sicarios ya habían asesinado a 288 personas), todo indica que cerraremos el año superando los 343 atentados cometidos por sicarios en el 2013.
Por otro lado, el que luego de las declaraciones del señor Urresti el presidente Humala haya asegurado –en un aparente esfuerzo por “palabrear” que se le fue de las manos– que el fenómeno del sicariato se debía a la “globalización”, parece poner en evidencia que en el tema de la seguridad, más que cumplir tres años sin poder dar pie con bola, este gobierno ha cumplido tres años sin saber siquiera dónde está la bola. La sucesión de respuestas disparatadas –recordemos las recientes propuestas para prohibir las lunas oscuras y para acabar con las licencias de armas– revela que hasta la fecha el Gobierno sigue sin tener un diagnóstico y un consiguiente plan para lidiar de forma sistemática y estructural con el problema de la inseguridad.
En efecto, a la fecha lo único parecido a una medida de reforma de fondo que el ministro ha anunciado es la que tiene que ver con la profesionalización de la gestión de la policía (lo que sería una buena noticia, en tanto supondría que miles de policías pasen de labores de administración que no les competen a labores de seguridad) y con un aumento general del número de policías. Dos medidas que, como están las cosas, no auguran necesariamente algo bueno. Al menos no mientras no vayan acompañadas por una reforma de fondo de la policía que, a la vez que haga que nuestros policías estén bien pagados, imponga un auténtico sistema de meritocracia en la institución y pueda fortalecer los órganos de control interno y los sistemas de denuncia ciudadana para combatir la corrupción policial, de modo que nuestra Policía Nacional deje de ser una de las menos confiables del mundo. No olvidemos que conforme al Ránking de Competitividad Global nuestra policía ocupa el puesto 137 de las 144 policías nacionales analizadas en lo que toca a la confianza que inspiran en su ciudadanía. Mientras esta situación no se revierta, más policías en las calles no significa más seguridad para el ciudadano y puede más bien, en muchos casos, significar lo contrario. Si no, pregúntese usted qué siente cada vez que un policía lo detiene mientras circula por nuestras calles. Dicho esto, desde luego, con el mayor respeto por los muy meritorios buenos elementos con que cuenta la institución.
La llegada a gran escala del sicariato, en fin, debería de servir al Gobierno como la última campana de alarma. Necesitamos un plan de seguridad real y completo, que empiece por plantear la reforma integral de la policía. Al fin y al cabo, mientras esta no sea confiable, ningún plan podrá serlo.