Hay hábitos de juventud que se van corrigiendo mientras entra la madurez. Entre ellos, la procrastinación, o dejar las cosas para el último minuto, es uno común. Con la experiencia y el sentido de la responsabilidad, uno aprende que las tareas asignadas con semanas o meses de antelación deben irse completando diligente y progresivamente si no se quiere arriesgar un mal resultado.
No es eso lo que han entendido las autoridades responsables de la inversión pública el año pasado. En los últimos cuatro días del 2019, se ejecutó el 10% de lo invertido en todo el año. Entre el 28 y 31 de diciembre, se gastaron S/3.214 millones, mientras que en el resto del 2019 la inversión en obras fue de S/32.089 millones. A nivel de ministerios, uno de los que tenían la ejecución más baja, el de Salud, gastó en ese corto período de menos de una semana un tercio de lo ejecutado en todo el 2019.
Visto en abstracto, los avances en inversión pública planificada son positivos porque ayudan a cerrar las brechas de infraestructura y de servicios públicos que el país arrastra por décadas y, de paso, dan un impulso a la actividad económica en tiempos de desaceleración. Desde esta página, nos hemos pronunciado en diversas ocasiones a favor de acelerar la ejecución de los proyectos necesarios para mejorar la calidad de vida de la población e impulsar la competitividad de las empresas.
Pero eso no significa que las obras deban salir de cualquier manera. No puede menos que generar mucha preocupación la calidad de la inversión ejecutada en montos tan grandes con lapsos tan cortos. Curiosamente, el ministro de Transportes y Comunicaciones, Edmer Trujillo, y el propio presidente Martín Vizcarra han formado parte de una controversia que se desató por transferencias millonarias –también de último minuto– mientras estaban a cargo del Gobierno Regional de Moquegua.
La inevitable impresión es que el apuro de finales del año pasado ha sido menos para completar obras pendientes a su debido ritmo y más para evitar una fotografía anual sumamente desfavorable respecto de la capacidad de gestión. Esta imagen –relativamente frívola, vale decir– se refuerza si se toma en cuenta que, además de la inversión express de cuatro días, el Gobierno Central también redujo el tamaño de su presupuesto en los últimos meses, de modo que el ratio de ejecución aparezca más alto. Entre octubre y diciembre, el Gobierno Central disminuyó su presupuesto para inversión en S/1.082 millones, equivalente el 6% del total.
Al margen de los juegos de porcentaje, lo concreto es que el año pasado la inversión pública retrocedió respecto del 2018 en términos reales, y que existen dudas razonables respecto de los controles de calidad aplicados en buena parte de ella. En la medida en que el gobierno tampoco ha sido capaz de despertar el ánimo de la inversión privada –mucho más importante para la economía en general que la pública–, el año pasado el Perú creció menos que el resto del mundo.
El Ejecutivo no puede pasar por agua tibia –ni turbia– el escaso avance en uno de sus principales indicadores de gestión, sobre todo con un Congreso disuelto y, por tanto, incapaz de obstruir. Brillan por su ausencia aún las explicaciones y responsabilidades sobre el hecho de que el año pasado haya sido el de menor crecimiento económico en una década. Ahora se suma, también, la necesidad de explicar seriamente los movimientos en el presupuesto de inversión de finales del año pasado. Ya pasaron los tiempos en los que el apuro por completar la tarea irresponsablemente relegada se podía maquillar cambiando las bases del trabajo.