El presidente Pedro Castillo llega a la sede del Congreso para reunirse con la Mesa Directiva del Legislativo el pasado agosto. (Foto: Renzo Salazar/@photo.gec).
El presidente Pedro Castillo llega a la sede del Congreso para reunirse con la Mesa Directiva del Legislativo el pasado agosto. (Foto: Renzo Salazar/@photo.gec).
Editorial El Comercio

El afán del Gobierno y el oficialismo por conseguir que, sobre la sola base de la recolección de una determinada cantidad de firmas, se convoque un referéndum que conduzca a la elección de una asamblea constituyente sufrió recientemente una nueva derrota. Como se sabe, la semana pasada el Congreso aprobó, con una mayoría de 72 votos, la insistencia ese mismo poder del Estado había evacuado con relación a los límites que la Constitución establece a las iniciativas para convocar una consulta popular de ese corte. Se trataba, en realidad, de una ley que reafirmaba lo que la actual Carta Magna señala al respecto en su artículo 206. A saber, que cualquier empeño de ese tipo requiere forzosamente de la aprobación del Parlamento para poder ir adelante.

Pero como la prédica política de los voceros de Perú Libre, anterior y posterior a la campaña que llevó al profesor a la presidencia, había buscado sembrar dudas en torno a lectura de ese artículo, un sector mayoritario del Legislativo resolvió despejarlas con una norma que sentenciara inequívocamente el requisito antedicho. Y, ahora, tras la determinación del Ejecutivo de observarla, aprobarla por insistencia.

La ocasión, a decir verdad, era ideal para que el presidente aceptara el peso abrumador de la evidencia y pusiera punto final a un pulseo que lo único que le ha reportado al país es una gran incertidumbre de severos efectos económicos. Porque era lógico que, al estar bajo la amenaza de un cambio de las reglas de juego, las inversiones, locales y extranjeras, se retrajesen: como se hizo obvio a lo largo de los siguientes meses, de nada servían los llamados del mandatario o de su ministro de Economía para que el capital privado se sintiese confiado y viniera o no huyera del Perú mientras la espada de Damocles de una nueva Constitución pendiera sobre él (de hecho, cabe preguntarse si la aprobación original de la iniciativa que nos ocupa no habrá tenido, más bien, algo que ver en la disminución que ha experimentado el precio del dólar en las últimas semanas).

El jefe del Estado, no obstante, ha decidido desaprovechar la oportunidad que describimos y perseverar en un empeño que es tan nocivo como inútil, al anunciar que presentará una demanda ante el Tribunal Constitucional (TC) para que la iniciativa sea declarada inconstitucional. Nocivo, porque extiende la situación de incertidumbre a la que antes aludíamos y sus efectos económicos. E inútil, porque aun cuando hubiera uno o dos magistrados de ese foro que no compartiesen el punto de vista abrumadoramente mayoritario sobre el sentido del artículo 206 de la carta fundamental, para declarar la eventual inconstitucionalidad de la norma harían falta cinco de los seis votos que en este momento conforman el pleno del TC (tras la lamentable desaparición del magistrado Carlos Ramos Núñez), y esa posibilidad luce a estas alturas tremendamente remota.

Indiferente a esos datos de la realidad, sin embargo, el presidente Castillo ha preferido continuar sembrando la confusión y ha escrito: “El Congreso, con el objetivo de atentar contra la voluntad popular, aprobó una ley que mutila el derecho al referéndum y que reclama una asamblea constituyente”. Al hacerlo, además, ha incurrido en una doble falsedad, pues ni la ley mutila el derecho al referéndum (solo ratifica las limitaciones constitucionales que siempre lo rigieron) ni existe una “voluntad popular” que reclame una asamblea constituyente: las encuestas (que son la única aproximación al temperamento de la población sobre este asunto de la que disponemos) han revelado ya que de la ciudadanía considera la formulación de una nueva Constitución como un asunto prioritario en la hora presente.

Todo parece indicar, pues, que antes de encajar la derrota política a la que el afán aquí aludido siempre estuvo condenado, el mandatario ha tenido la desafortunada idea de regalarle al país una última dosis de zozobra.

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