(Foto: EFE)
(Foto: EFE)
Editorial El Comercio

“Las tácticas utilizadas demuestran claramente un patrón con la intención de matar”. Así, en una sola oración, el informe preparado por la Organización de Estados Americanos (OEA) y un grupo de expertos resume cómo han operado las fuerzas de seguridad del régimen de en en los últimos años. Esta semana, la OEA ha presentado la evidencia más detallada de lo que varias organizaciones y ciudadanos se habían atrevido a denunciar anteriormente; que en el país caribeño, bajo la administración del chavismo, se perpetraron crímenes de lesa humanidad.

El texto, además de recabar información sobre los abusos del régimen, concluye que existe fundamento para denunciar a Nicolás Maduro y a diez altos funcionarios ante la Corte Penal Internacional (CPI). Esto último, porque los atropellos contra la población civil no solo se dieron de manera ‘generalizada’ y ‘sistemática’, sino que han sido enterrados por una judicatura politizada e inútil, cuya única finalidad parece ser la de “brindar impunidad a los más altos cargos”.

Los números que dejan las más de 400 páginas del documento son escalofriantes: 8.292 ejecuciones extrajudiciales, 131 manifestantes asesinados, 289 episodios de tortura, 192 de violación y casos de desapariciones forzadas desde el 2014. Todos cometidos de manera sistemática, y todos, además, contra opositores al régimen.

La demencia que ha alcanzado el gobierno de Maduro desborda cualquier frontera. Y, por eso mismo, interpela a toda la región en su conjunto. ¿Qué contemplación cabe, sino, ante una tiranía que se ha mostrado capaz de aplastar a sus propios ciudadanos con tal de perpetuarse en el poder?

América Latina debe dejar la simple condena y sopesar la pertinencia de aplicar acciones más concretas. Primero, porque se ha demorado, y mucho. Recordemos, sino, que la crisis venezolana y el abuso de poder comenzaron con el maestro de Maduro, el fallecido dictador Hugo Chávez. Y segundo, porque a estas alturas pensar que la salida a la crisis de Venezuela es algo que debe competir solo a los venezolanos resulta, francamente, un sofisma.

Porque, ¿qué solución interna cabe esperar de un país donde el ‘diálogo’ se ha convertido en una herramienta estéril (como ha reconocido la propia OEA refiriéndose al naufragio de las mesas de negociación), donde los canales democráticos han sido tapiados (como ocurrió con el proceso revocatorio que el régimen dinamitó groseramente en el 2016) y donde el poder electoral ha perdido la más mínima garantía (como demuestran las evidencias de fraude de los últimos cuatro comicios)?

Y aunque es saludable que se contemple la posibilidad de que la CPI pueda juzgar a los altos mandos del chavismo, esta no debe agotar todos los esfuerzos, pues recién se halla en una fase preliminar. Casos como el de Colombia, cuyas pesquisas preliminares se vienen dilatando durante 14 años, evidencian que la prontitud no parece ser el atributo más destacado de la corte.

¿Qué puede hacer la región, entonces, ante el apremio del drama de los venezolanos?

Una posibilidad a considerar es aplicar sanciones individuales contra algunos altos cargos de la administración venezolana, que impliquen la congelación de activos y otras penalidades financieras, como ya vienen haciendo Estados Unidos y Canadá (y, al otro lado del Atlántico, también la Unión Europea). Además de las económicas, existen alternativas diplomáticas que van desde el retiro de embajadores –como hizo el Perú en marzo del año pasado– hasta la expulsión de Venezuela de los organismos supranacionales –como resolvió Mercosur, en agosto último– y su aislamiento total en el continente –como pasó al retirarle la invitación a la Cumbre de las Américas, hace poco–.

Y si bien es cierto que la activación de la Carta Democrática Interamericana de la OEA se blandió durante mucho tiempo como una alternativa potable, la decisión de Maduro de salirse del organismo en el 2017 le resta fuerza a esta posibilidad y limita su aplicación.

A mediados del siglo pasado, un presidente democrático venezolano, Rómulo Betancourt, enarboló la bandera de la democracia continental y concibió la unión de las naciones latinoamericanas como la respuesta más efectiva para aislar y presionar a las tiranías violentas, como la que protagonizaba por ese entonces Rafael Leónidas Trujillo en la República Dominicana. Aquel pensamiento fue bautizado como la ‘doctrina Betancourt’ en recuerdo de su ferviente promotor. Hoy, décadas después, esa misma doctrina requiere de América Latina para salvaguardar la vida de los venezolanos. Y, en especial, del Perú, que adeuda a Venezuela por haber acogido al cónclave de la Unasur que respaldó y reconoció por primera vez a Maduro en abril del 2013.