Editorial: Vuelta olímpica
Editorial: Vuelta olímpica

Tras una ardua campaña, saturada de insultos y pullas más que de propuestas sustentadas, el pasado domingo se determinó quiénes serían los protagonistas de la segunda vuelta electoral. La costumbre en este tipo de justas electorales –como en la mayoría de competencias sanas– es que el participante vencido visite o llame a congratular al rival o rivales ganadores, o al menos los felicite en alguna declaración pública, para luego pronunciar su discurso de concesión. Un acto de cortesía que no es tenido exclusiva ni principalmente para con los ganadores, sino más bien para con los votantes que les dieron esa condición. 

En esta elección, sin embargo, nada parecido a lo anterior ha sucedido. Pasaron el domingo y varios días más sin que hubiera por parte de la ex candidata del Frente Amplio (FA) llamadas, visitas, felicitaciones de algún tipo, o, siquiera, un discurso de concesión propiamente dicho. Esto, pese a que ha dado varios discursos desde que quedase en el tercer lugar. Uno primero el domingo en el Cusco, otro después el mismo domingo en Lima con los resultados del conteo rápido de votos; y otro más el martes siguiente también en la capital. La concesión de su derrota solo se puede extraer implícitamente de frases como “el pueblo peruano [...] nos ha pedido que seamos una oposición firme y fiscalizadora”. 

Para lo único para lo que la candidata se ha referido a los dos candidatos que pasaron a la segunda vuelta es para seguirlos repudiando tanto por su forma “no austera” de campaña, como para acusarlos de traer consigo un “debilitamiento de la institucionalidad”. 

Por momentos incluso diera la impresión de que no ha asumido que quedó en el tercer lugar: en uno de sus discursos poselección ha afirmado, sin matices, que es “la segunda fuerza política en el territorio”. 

Tampoco ha querido hacer Verónika Mendoza referencia alguna a lo que significa la votación a favor del resto de fuerzas políticas (votación que representa al 84% de quienes fueron a votar) o, al menos, a la votación de las dos fuerzas vencedoras. Más bien, parece no darle a estos votantes ningún peso o reconocimiento como parte de la ciudadanía peruana (y una parte bastante más grande de la que optó por ella). En lugar de eso, ella ha seguido diciendo que va a emprender un “proceso constituyente” que lleve a concretar el cambio de Constitución que prometía en su campaña, pese a que solo ha obtenido un número de congresistas claramente minoritario y a que no se ve que esté muy interesada en obtener ningún tipo de consenso en el Congreso. Sus planteamientos, según también ha dicho, son “innegociables e impostergables”. 

De más está decir lo sorprendente que resulta que un candidato que no pasó a la segunda vuelta califique con un tono tan totalitario sus propuestas. ¿Por qué siente la señora Mendoza que su fuerza política está en posición de decir que no negociará ni postergará nada? ¿Considera que el único pueblo peruano es el que votó por ella? ¿Que pesan menos los votos de los dos candidatos que ganaron? ¿O es que propone algún tipo de despotismo ilustrado –“todo por el pueblo, pero sin el pueblo”–?

Hace unos días señalábamos la importancia de que, en lugar de jactancias o regodeos por parte de los votantes de quienes ganaron la primera vuelta, haya un esfuerzo serio por escuchar y entender los motivos de quienes votaron por las opciones de cambio de modelo. Decíamos entonces y repetimos ahora que mientras no se produzca este esfuerzo de empatía, acercamiento y comprensión entre los peruanos, tendremos pocas posibilidades de llegar a ser alguna vez un país en el que todos podamos estar tranquilos y, ciertamente, del que todos podamos sentirnos orgullosos. Desafortunadamente, discursos confrontacionales como los que la ex candidata del FA sigue pronunciando en la derrota van en la dirección opuesta a la apertura y el esfuerzo de acercamiento de todos los lados que el Perú necesita.

En suma, luego de su derrota, Verónika Mendoza no solo ha dado un discurso de ganadora, sino de mala ganadora: la que no tiene ningún tipo de reconocimiento para los otros. Una conducta comparable con la del equipo que acaba de triunfar en un estadio y luego de criticar a sus contrincantes se pone a dar una vuelta olímpica en sus narices. Con la salvedad, claro, de que ella no ganó y no hay segunda vuelta que darle.