Editorial El Comercio

El que termina hoy fue un año perdido en más de un sentido. Desde el punto de vista económico, las últimas estimaciones apuntan a una contracción del PBI respecto del año anterior. Con ello, la tasa de pobreza probablemente se haya incrementado, y es difícil encontrar un solo indicador de actividad productiva que haya tenido un desempeño adecuado en los últimos 12 meses.

Pero el que se va fue también un año para el olvido en términos de institucionalidad. La abrupta salida del expresidente Pedro Castillo luego de su golpe de Estado en diciembre del 2022 abrió espacio para recuperar parte de lo perdido durante su administración. Las expectativas se orientaban a deshacer el copamiento del sector público, mejorar la relación con el sector privado, y sobre todo devolver a la ciudadanía la sensación de un Perú que –pese a sus limitaciones– progresa. Sin embargo, muy poco de eso fue posible este 2023. No hay duda de que la situación es mejor que cuando se tenía a una organización delictiva dirigiendo el destino del país, pero el deterioro político se mantiene por ya varios años consecutivos.

El 2023, de hecho, empezó con una serie de los enfrentamientos más violentos de la historia reciente del Perú a causa del golpe fallido de Castillo. Las heridas que dejaron aún no están cerca de cicatrizar. Este remezón le marcó la cancha a un Ejecutivo y Legislativo que de inmediato intuyeron que necesitaban el uno del otro si querían permanecer en sus posiciones hasta el 2026. En sus respectivas debilidades y antagonismos –en la última encuesta de Datum para El Comercio, el 85% de la población desaprueba la gestión de la presidenta , y el 88%, la del Congreso– han encontrado causa de unidad.

Este pacto tácito basado en baja popularidad implica por lo menos dos asuntos gruesos. El primero es que no se puede esperar demasiado atrevimiento del Gobierno ni del Congreso en empujar reformas sustanciales, o por lo menos en defender lo avanzado. Más fácil –y políticamente rentable– les resulta ceder decisiones a movimientos de presión organizados en sectores como transportes, educación o presupuesto. El segundo es que, como en cualquier relación de mutua dependencia, se han reducido los incentivos para presionar, fiscalizar y amonestar a la contraparte. El resultado es un equilibrio estable en el que solo progresan los intereses subalternos.

El deterioro se ha extendido también a otras instancias. En los últimos meses, el Ministerio Público y la Junta Nacional de Justicia han estado en el ojo de la tormenta. Guerras internas y con otras instancias del aparato público han profundizado el desprestigio de toda la clase política, y hecho mucho más impredecible el panorama general.

La ciudadanía, por su lado, ha empezado a mostrar signos evidentes de hartazgo durante el 2023. Con una mezcla de resignación y cinismo, la opinión pública crecientemente se sacude las noticias de los enfrentamientos políticos –aun los de más alto nivel– como otro capítulo de una historia entre pillos de uno u otro bando que no guarda mayor relación con su vida diaria. Y lo peor es que podría no faltar razón en este razonamiento.

Este 2024 empezará con mucha mayor estabilidad que el año anterior. Para bien o para mal, las actuales cabezas de los poderes del Estado deberían durar al menos dos años y medio más. Y si en el camino descubren que el trabajo conjunto no significa encubrimiento mutuo sino empuje por objetivos nacionales, el país tendrá la oportunidad de perfilarse mejor hacia la siguiente justa electoral.

Editorial de El Comercio