La madrugada del 14 de abril, Irán lanzó más de 350 drones y misiles contra territorio israelí. La lluvia de proyectiles fue la respuesta del país persa al ataque que Israel había llevado a cabo dos semanas atrás contra su consulado en Damasco, Siria, en el que murieron siete miembros de la Guardia Revolucionaria de Irán, creada por el ayatolá Ruhollah Jomeini tras la Revolución Islámica de 1979 y cuyos miembros ejercen como protectores del régimen y de sus intereses en la región.
Pese a su masividad, la ofensiva iraní no causó ningún fallecido, debido principalmente al sistema de defensa aéreo israelí, que interceptó casi la totalidad de los ataques con el apoyo de Estados Unidos, Francia, el Reino Unido y Jordania. Sin embargo, lo que podría haber quedado como una victoria del estado hebreo que sacara lustre a su capacidad defensiva tomó otro rumbo –uno mucho más preocupante– el último jueves, cuando una serie de bombas presumiblemente lanzadas por Israel cayeron sobre territorio iraní y, si bien no causaron víctimas, han sembrado incertidumbre en el panorama sobre lo que puede ocurrir en el Medio Oriente si una guerra entre ambas potencias se desata.
Hay quienes dicen que un desenlace como este sería sencillamente imposible y que lo que hemos visto en estos días es apenas una pantomima en la que ambos países se muestran los dientes, pero ninguno muerde. Ojalá tuvieran razón. La verdad, sin embargo, es que no conviene olvidar la lección que nos viene dejando desde febrero del 2022 el caso de Rusia, que grafica muy bien cómo un país puede terminar involucrándose en una guerra insensata y sangrienta por culpa de la irresponsabilidad de quien lo gobierna. Y cuando hablamos de Israel e Irán, hablamos también de dos naciones gobernadas por líderes que han mostrado su insensatez en el pasado reciente y de quienes se podría esperar un comportamiento similar al de Vladimir Putin.
No olvidemos, además, que tanto Benjamin Netanyahu en Israel, como el ayatolá Alí Jamenei en Irán son gobernantes bastante cuestionados en el plano doméstico, a los que la retórica y los amagues bélicos les podría servir, por un lado, para distraer la atención de los serios problemas que ellos y sus regímenes arrastran y, por el otro, para acallar las críticas incómodas en sus sociedades. En el caso de Netanyahu, sus problemas con la justicia ya le venían generando serios problemas antes de que estallara la guerra en la franja de Gaza, pero esta última, con el pasar de las semanas, ha empezado a generarle críticas afuera de sus fronteras por el uso desproporcionado de la fuerza en varios casos. Y en el de Jamenei, las masivas protestas que estallaron en Irán en el 2022 tras la muerte de la joven Mahsa Amini, que fueron sofocadas con una represión brutal del régimen, han demostrado que su administración se sostiene sobre la base de la represión y la violencia.
Corresponde que la comunidad internacional entienda que ha llegado el momento de hacerse cargo antes de que sea tarde. Es una buena noticia que las principales potencias internacionales quieran evitar una guerra regional en esa parte del mundo. Estados Unidos ha advertido que no apoyará una guerra contra Irán, como tampoco lo hará China, que hace cuatro años cerró un millonario acuerdo petrolero con Arabia Saudita, y en el 2023 firmó otro de cooperación comercial con Irán; mientras Rusia se limita a blindar al régimen sirio.
La situación no está para juegos. Una respuesta tardía o deficiente podría abrir en el Medio Oriente –una región ya de por sí inestable– un conflicto de grandes proporciones, parecido al que actualmente sostienen Rusia y Ucrania, volviendo a teñir innecesariamente de sangre a sus sociedades.