Nelson Mandela, expresidente sudafricano, decía que el verdadero carácter de una sociedad se revela en la manera en que trata a sus niños. Si esa métrica es correcta, la sociedad peruana tiene niveles de atraso pasmosos.
Ayer, desde este Diario, revelamos que solo en la primera mitad del año hubo 79 procesos abiertos por pornografía infantil, con al menos 81 víctimas. Ello equivale a un caso cada dos días. La penetración de redes sociales y juegos en línea ayudan a los abusadores a acercarse a los menores, pero, al igual que en situaciones de violencia sexual, en varias ocasiones los victimarios suelen ser personas cercanas, incluso familiares. Más aún, de acuerdo con una encuesta del IEP, más de medio millón de menores se encontraron en persona con alguien que los contactó por redes sociales y no era su amigo, lo que hace presumir que el problema sería muchísimo más extendido.
Esta es una arista extra de la de-satención crónica a la niñez y adolescencia que sufre el país. En casa, las cifras de violencia familiar y sexual son de escándalo. Javier Álvarez, representante del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) en el Perú, indicó la semana pasada en el Congreso que al menos 33 niñas o niños son víctimas de violencia sexual todos los días. En el colegio, la pesadilla sigue para algunos. El año pasado, el Ministerio de Educación (Minedu) recibió casi 2.500 denuncias por abuso sexual escolar. A marzo de este año, faltaba resolver o revisar casi la mitad de los casos, la mayoría de los que involucraba a un trabajador del centro escolar como presunto agresor. En total, desde el 2013, se han registrado más de 55.000 reportes de casos de violencia física, psicológica y sexual en los colegios del país, según el Minedu. Desde estas páginas hemos denunciado también la poca importancia que se le da al ‘bullying’ escolar, a pesar de causar daños psicológicos considerables, y en ocasiones físicos, sobre decenas de miles de jóvenes.
La negligencia con la que se trata a los menores de edad no está solo en la extensión de las relaciones de poder abusivas que enfrentan. Está también en lo que el aparato institucional les ofrece. La infraestructura en colegios –sobre todo rurales– es precaria, y sindicatos de docentes flexionan sus músculos en el Congreso para evitar cualquier sistema meritocrático en la carrera pública magisterial (apenas esta semana, el Parlamento aprobó otra norma en tal sentido). Y millones deben llegar a aprender en las aulas en desventaja nutricional: al año pasado, la tasa de anemia en niños de 6 a 35 meses superaba el 40%. Súmese a esa estadística la imperdonable demora en la apertura de centros educativos luego de la aparición del COVID-19 que nos puso a la zaga de la región en presencialidad escolar.
Los ejemplos podrían seguir, pero sobra con lo señalado para trasmitir un mensaje claro: en el Perú, los niños importan poco. Al no ser, además, un bolsón político relevante, sus necesidades pasan a segundo plano en el debate público. Esta ruta solo puede llevar al despeñadero. Con un porcentaje relevante de menores que han sufrido abuso, desnutrición y pobre educación, ¿qué tipo de sociedad se puede esperar –realistamente– para las siguientes décadas?
La miopía política de hoy focaliza la discusión de la agenda nacional en los siguientes meses, pero es aquí, en este abandono de la juventud, en donde se está hipotecando el futuro de largo plazo de la nación, a vista y paciencia de todos.