Editorial El Comercio

Ayer, la primera etapa de la comenzó su marcha blanca, un período de prueba que se extenderá durante tres meses en los que los usuarios podrán viajar de manera gratuita a través de cinco de las 27 estaciones que conforman el proyecto. Según informó la Presidencia de la República en sus redes sociales, con el tramo inaugurado se podrá ir desde el mercado de Santa Anita a Evitamiento en apenas siete minutos, lo que sin duda facilitará la vida de las personas que acostumbran a hacer ese recorrido en muchísimo más tiempo y a través de un sistema de transporte tan caótico como peligroso.

También es destacable que, por primera vez en su historia, Lima, una megalópolis que ya superó los 10 millones de habitantes, por fin cuente con un medio de transporte masivo subterráneo, algo que los habitantes de otras capitales en Sudamérica llevan décadas gozando. Y hasta aquí llegan las buenas noticias, porque, aunque es positivo que al menos un tramo de la línea 2 ya esté terminada y que su uso cambiará la vida de los vecinos de las estaciones operativas, estas no alcanzan a opacar el hecho central: que esta noticia llega seis años después de lo previsto.

Como se recuerda, inicialmente la etapa que ayer empezó a rodar debía estar terminada para el 2017. Sin embargo, una serie de demoras entre el Estado y la concesionaria contribuyeron a dilatar estos plazos. Según una fuente cercana a esta última, el primero se demoró en entregar los terrenos para las obras. Pero, por otro lado, Carlos Ugaz, expresidente de la Autoridad Autónoma del Tren Eléctrico, le contó a este Diario que “los estudios de ingeniería y los permisos municipales los debe hacer la concesionaria; como esta no ha cumplido, para encubrir su incumplimiento dice que el Estado no les entrega los terrenos”.

El afectado, en última instancia, es el usuario que lleva años esperando un proyecto como la línea 2 que, una vez concluido, debería trasladar hasta a un millón de personas al día entre el Callao y Ate. Esta obra se concluirá en su totalidad en el 2024; es decir, con siete años de retraso y, si las otras cuatro líneas del metro que están proyectadas se construyen a la misma velocidad a la que se levantó esta, ninguno de los que leemos este editorial estaremos vivos para verlas en operación.

Lo anterior no es una exageración. Este Diario ha determinado que en Lima . A este ritmo, tomaría más de 100 años ver las seis líneas del metro en acción. Los números son bajísimos incluso comparándonos con los países de la región. Para hacernos una idea, la línea 2 del metro empezó a construirse en el 2015. Ocho años después, se han terminado sus primeros cinco kilómetros. Entre 1969 y 1975 –es decir, en seis años–, Santiago de Chile levantó su primera línea de metro de 11,5 kilómetros. Otro ejemplo es el de Panamá. Si a Lima le tomó 35 años completar los 34,6 kilómetros que componen la línea 1 del metro, en el país centroamericano se construyeron 37 kilómetros de vías para sus líneas 1 y 2 del metro entre el 2011 y el 2019.

Este reclamo que hacemos no es un capricho. Contar con un sistema de transporte masivo integrado, limpio y seguro impactaría de manera exponencial en la capital, por un lado, resguardando la integridad y la salud física y mental de los usuarios, y por el otro, mejorando la productividad y reduciendo el tiempo que los limeños pierden en trasladarse de un lado a otro. Una línea del metro puede cambiar literalmente la vida de millones de personas.

Por eso, el metro de Lima no puede continuar con este recorrido interminable que no le permite llegar a su estación final. Ya es hora de que las autoridades dejen de conformarse con las fotos de personas viajando sonrientes en los vagones inaugurados y empiecen a remover los obstáculos que evitan que los limeños cuenten con un sistema de transporte público eficiente.

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