Unos días atrás el suplemento especial de la Unidad de Periodismo de Datos de este Diario (ECData) trajo una información preocupante. De acuerdo con los reportes del Latinobarómetro, de 1995 al 2023, la democracia ha ido perdiendo progresivamente hasta un 13% del apoyo del que solía gozar en América Latina. El respaldo a las elecciones libres, el ejercicio pleno de los derechos civiles, los contrapesos entre los poderes del Estado y otros elementos esenciales a este sistema de gobierno ha caído tanto en estos últimos 28 años, que solo en seis de los 18 países de la región existe hoy más de un 50% de la población que los valora. Los modelos autoritarios, mientras tanto, alcanzan en la región un aval del 17%. Y en México, Paraguay, Guatemala y República Dominicana, del 20%.
Sería falso afirmar que esta situación es absolutamente inédita en Latinoamérica. Como se sabe, las tiranías fueron en realidad casi una mala costumbre en este lado del continente durante los siglos XIX y XX. Cuarenta años atrás, sin embargo, el cansancio por esa forma de gobierno se hizo evidente. Países de la zona tan importantes como Argentina o Chile retornaron a la democracia de manera, al parecer, definitiva; y otros que, como el Perú, ya lo habían hecho antes, avanzaron hacia su consolidación, a pesar de las amenazas de la violencia terrorista y el deficiente manejo de la economía de sus autoridades.
Quedaron, por supuesto, manchas oprobiosas –como la de la dictadura cubana, que hasta ahora subsiste– que empañaban la ilusión de una transformación total. Pero por un momento dio la impresión de que el compromiso con las reglas de juego de la institucionalidad democrática era definitivo.
Pronto, no obstante, asomaron algunas grietas en el panorama: presidentes que habían llegado al poder gracias al voto popular comenzaron a socavar el sistema desde adentro para quedarse y acabar con la independencia del Congreso y la justicia en sus respectivos países. El golpe de Alberto Fujimori en 1992 fue el primer clarinazo de ello. Y luego, en 1999, el encumbramiento del sátrapa Hugo Chávez en Venezuela y el de sus penosos émulos en Bolivia, Ecuador y Nicaragua hicieron ver que los reflejos autoritarios de los gobernantes seguían gozando de buena salud en América Latina. Y que, en alguna medida, el fenómeno debía encontrar eco también entre los gobernados, pues de otra forma no se podía explicar su tolerancia frente a la situación.
Lo que reflejan los números del Latinobarómetro, entonces, es precisamente eso: una lenta pero sostenida desilusión frente a la democracia y un retorno significativo de las apuestas por regímenes de signo abierta o embozadamente totalitario. Y la verdad es que, ante los estragos que causan los delincuentes y el obsceno aprovechamiento del poder de los parlamentarios en muchos lugares de la región, la reacción no puede sorprender. Los clamores de presidentes con “mano dura” que acaben con los atropellos de unos y otros se extienden por todo el subcontinente y amenazan con volverse mayoritarios. Pero la experiencia enseña que eso solo empeoraría las cosas. La democracia tiene ciertamente defectos y no soluciona todos los problemas de una sociedad, pero al menos garantiza –o debería garantizar– el imperio de la ley, el respeto a las libertades y la alternancia en el poder. Una circunstancia que el mítico ex primer ministro británico Winston Churchill expresó admirablemente en su frase: “La democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás que se han inventado”. O a la que su compatriota, el novelista Edward Morgan Forster, aludió también al pedir “dos hurras por la democracia” (“una, ya que admite la variedad, y otra, ya que permite la crítica”, dijo).
Para poder exigir a nuestros gobernantes que administren el poder que les hemos confiado con probidad y competencia, debemos, pues, mantener en nuestras manos el control que la democracia nos permite ejercer sobre ellos. Entregárselos completamente, como dicta un clamor creciente en Latinoamérica, sería desastroso y descaminado. Un fenómeno frente al que los reportes del Latinobarómetro han hecho sonar las alarmas, ojalá no demasiado tarde.