Editorial El Comercio

Dos noticias difundidas ayer han sacudido aún más el ya trémulo escenario político-institucional en nuestro país y han reafirmado aquella tendencia peruana inaugurada hace ya algunos años que sostiene que “diciembre calmado” se ha vuelto un oxímoron.

La primera se conoció ayer en la mañana, y aunque su impacto mediático quedó atemperado por la decisión del Tribunal Constitucional (TC) de de horas después, no debe pasarse por alto. Como informó la Unidad de Investigación de este Diario, el detenido exasesor de la fiscal de la Nación, Jaime Villanueva, reconoció ante las autoridades que un congresista no identificado entregó al Ministerio Público para dar cuenta de las negociaciones que él llevó a cabo con un grupo de parlamentarios, a fin de transar votos por el archivamiento de procesos penales. E indicó, además, que lo hizo por orden de su jefa, la fiscal Patricia Benavides.

Resulta difícil exagerar las implicaciones de esta declaración, no solo porque complica la ya delicada situación de la titular del Ministerio Público en su empeño por no desprenderse del cargo (hoy la Junta Nacional de Justicia podría por seis meses), sino porque el hecho de que Villanueva haya decidido allanarse a las preguntas de las autoridades presagia el inicio de una cadena de revelaciones que seguramente tendrá a más de un congresista tragando saliva. Por lo pronto, este Diario ha podido conocer que se vienen revelaciones importantes en este caso que complicarán la situación de varios personajes públicos.

Horas después de conocido el testimonio de Villanueva y de que la fiscal Benavides se presentara ante la Comisión de Fiscalización del Congreso (en una constelación de hechos que amenazaba con monopolizar la atención mediática), trascendió que el Tribunal Constitucional (TC) había ordenado al INPE que ejecutara la libertad de Alberto Fujimori de manera inmediata “bajo responsabilidad”.

La noticia llega luego de que un juzgado en Ica rechazara durante el fin de semana y dejara en manos del TC dicha decisión, y poco después de que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) expresara su preocupación ante la posibilidad de que fuera excarcelado. El espacio no permite entrar a desmenuzar los argumentos legales que el TC ha invocado para sustentar esta polémica decisión, que con toda seguridad en los próximos días analizaremos desde las páginas de este Diario. Sin embargo, hay algunas reflexiones que vale la pena recordar y que las formulamos en diciembre del 2017, cuando el entonces presidente Pedro Pablo Kuczynski decidió “por razones humanitarias” a su antecesor, que terminó siendo en buena cuenta el colofón de una negociación política con un sector –en ese momento disidente– del fujimorismo para eludir con éxito una primera moción de vacancia.

Como hemos dicho anteriormente, la justicia no debería permitir que una persona muera en prisión. La crueldad, en un Estado de derecho, debe ser patrimonio de los criminales y no de las instituciones. Siempre hemos dicho que Fujimori, un hombre de 85 años, debería recobrar su libertad cuando se haya determinado de manera objetiva y siguiendo la normativa vigente que su continuidad en una cárcel –que además ha sido especialmente acondicionada para albergarlo– pone en riesgo su vida. Algo que, a decir a verdad, hasta ahora no ha quedado claro.

Lo que sí es indiscutible es que su excarcelación de ninguna manera implica una amnistía sobre los delitos que probadamente cometió y sobre la forma cínica con la que mintió durante y después de su gobierno. Porque más allá de toda la corrupción, el autoritarismo y las violaciones a los derechos humanos que dejó su paso por el poder, Alberto Fujimori decidió terminar su gobierno con la indignidad de una renuncia por fax para luego, en un acto de burla hacia todos los peruanos, postularse al Senado japonés, mientras la pus de su mandato no dejaba de brotar aquí.

Y esa, lo hemos dicho repetidas veces, es una verdad que ninguna excarcelación va a borrar.

Editorial de El Comercio