A finales de los años 80, el Perú sufría de una grave hemorragia fiscal, y una de las causas centrales era el dispendio que demandaba la operación a pérdida de numerosas empresas públicas. Muchas de ellas fueron fuente constante de una corrupción que succionaba recursos de todos los peruanos para pagar trabajadores fantasmas, contratos de proveedores manipulados, créditos indebidos, sueldos inflados y un sinfín de malas prácticas. No fue sino hasta el proceso de privatización de inicios de los años 90 que se cerró buena parte del agujero negro fiscal que representó el Estado empresarial. Pero el peligro para los contribuyentes quedó latente en algunas empresas que quedaron en manos del Estado y, entre ellas, la más grande –por lejos– es Petro-Perú.
Eventualmente, sucedió lo inevitable mientras el recuerdo de la mala administración pública se hacía lejano. Durante el gobierno de Ollanta Humala, la ambición de ciertos grupos políticos por contar con una refinería de petróleo estatal de alta tecnología y gran capacidad llevó a la Ley 30130, que allanó el camino para tal despropósito. Lo que empezó como una iniciativa de US$1.334 millones en el 2007 ha terminado siendo –según cifras publicadas la semana pasada por PwC– una inversión de US$5.995 millones. Como era previsible, un proyecto mal planteado y peor ejecutado de tal envergadura puso de cabeza la salud financiera de Petro-Perú y –en conjunto con otras malas decisiones– ya ha empezado a erosionar las finanzas del país.
Durante el 2022, en la administración del presidente Pedro Castillo, el Gobierno comprometió US$2.250 millones a Petro-Perú, incluyendo préstamos, garantías y aportes de capital, de acuerdo con cifras de Apoyo Consultoría. La cifra es mayor que todo lo que gastó el año pasado el Estado en el sector justicia. La petrolera entonces ya no tenía recursos para pagar sus deudas con proveedores. Fuimos los contribuyentes quienes, como a finales de los 80, tuvimos que coger la cuenta. Se había roto la promesa que hicieron los defensores de la refinería respecto de que Petro-Perú era autosuficiente.
En ese momento, se advirtió que cualquier apoyo del Tesoro Público debía estar condicionado a reglas que evitasen que la situación se repitiera. En este pedido se avanzó poco o nada y, un año más tarde, Petro-Perú nuevamente ha solicitado –entre aportes y garantías– US$3.200 millones. De acuerdo con la empresa estatal, la suma –aún mayor que la del año pasado– es necesaria para “mitigar los riesgos de un eventual desabastecimiento de combustibles a nivel nacional”, una expresión que resulta imposible de leer sin un delicado tono de amenaza.
A eso se suma la entrega directa a Petro-Perú de los lotes I, VI y Z-69, en Talara, en vez de someterlos a licitación pública como exige el principio constitucional de subsidiariedad de la actividad empresarial pública. Entre mayo y julio, Perú-Petro recibió cartas de interés de cinco empresas para explotar los lotes, pero insiste en transferirlos a Petro-Perú.
Esta ruta es insostenible y una falta de respeto hacia el contribuyente peruano. Petro-Perú es, recordemos, la empresa que estuvo en el centro de una de las tramas de corrupción durante el gobierno anterior y que ha demostrado a lo largo de años falta de transparencia y de competencia. Así se ha llegado a este punto.
¿Por qué debería el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF) mantener, como décadas atrás, otro agujero negro fiscal sin siquiera exigir un buen gobierno corporativo a cambio? La situación financiera de Petro-Perú hace difícil pensar en incorporar capital privado en este momento pero, mientras tanto, se debe demandar un manejo mucho más serio y un plan realista de saneamiento financiero y corporativo. La responsabilidad está en el MEF y en el Ministerio de Energía y Minas.