Aunque todos vamos a morir, casi nadie quisiera hacerlo de una manera dolorosa. La gran mayoría (no podemos descartar que alguien anhele lo contrario) desearíamos que la muerte nos alcanzara sin sufrimiento o, en su defecto, con el menor padecimiento posible. Como nosotros, Ana Estrada, de 44 años, no sabe cuándo morirá. Para ser precisos, tampoco sabe con exactitud de qué morirá. Lo que sí sabe, empero, es que su deceso será muy doloroso. Y, por supuesto, no hablamos aquí solamente del dolor físico, sino también de ese otro, el que compete a nuestro fuero interno, que, muchísimas veces, termina siendo más insoportable.
Ana sufre polimiositis: una enfermedad incurable, degenerativa y en etapa avanzada, que ataca a sus músculos. Como consecuencia de ello, se halla postrada casi 20 horas al día y no puede realizar por sí sola actividades como comer o respirar con normalidad. En realidad, hay tantísimas cosas que ella no puede elegir. Ahora, sin embargo, a las pocas que sí puede, se le ha añadido una por la que ha venido luchando desde hace años: la de morir de manera digna.
Ayer, un juzgado de la Corte Superior de Justicia de Lima ordenó, a través de un fallo inédito en nuestra historia, que el Ministerio de Salud y Essalud respeten la decisión de Ana “de poner fin a su vida a través del procedimiento técnico de la eutanasia” y que, para su caso en particular, se deje sin efecto el artículo 112 del Código Penal (CP), que ordena que se sancione al que, “por piedad, mata a un enfermo incurable que le solicita de manera expresa y consciente para poner fin a sus intolerables dolores”. Es importante mencionar que esta decisión puede ser apelada y que, como mencionamos, solo aplica para el caso de Ana, pero ello no quita que estamos frente a un avance notable.
El fallo llega como respuesta a una acción de amparo presentada por la Defensoría del Pueblo, que aduce que, al cerrarle a Ana la puerta para que elija morir dignamente y sin sufrimiento, se están vulnerando una serie de derechos constitucionales que la asisten, como el de disfrutar de una vida digna o el de no ser sometida a tratos crueles e inhumanos. Como explicaba hace unas semanas el defensor del Pueblo, Walter Gutiérrez, “existe el derecho a morir en condiciones dignas”, que se fundamenta en la dignidad, en “la libertad que todos tenemos para decidir el derrotero que tiene que seguir nuestra vida y en qué momento nosotros consideramos que, si nos toca una enfermedad de estas características, no es digno seguir viviendo en esas condiciones”. O, como comentó el ministro de Justicia, Eduardo Vega, tras difundirse la noticia, la decisión del juez “reconoce el derecho fundamental a una vida digna”.
Ana ha asegurado públicamente que no quiere morir ahora. Lo que quiere es tener la posibilidad de elegir cuándo hacerlo. Porque, aunque parezca paradójico, decidir cuándo terminar con su vida es lo que le permitirá vivir mejor; esto es, a vivir sin el miedo de saber que, llegado el momento, ya no estará atada a atravesar un padecimiento tortuoso.
Es cierto, por otro lado, que el Estado debe proteger la vida. Pero la vida, vale recordar, no es solo un estado biológico; es algo que viene inexorablemente aparejado a la dignidad y la voluntad del ser humano. La muerte digna, por otro lado, es un tema de derechos y, como tal, debe estar por encima de cualquier precepto religioso. Bien visto, en realidad, habría que cuestionarnos por la existencia misma del artículo 112 del CP y, más bien, plantearnos la posibilidad de que quienes, por motivos parecidos, busquen en el futuro seguir la estela de Ana puedan hacerlo a través de un procedimiento regulado por el Estado, en lugar de ser perseguidos por ello.
Hoy, desde esta página, queremos celebrar no que Ana decida interrumpir su vida, sino que cuente con la posibilidad de hacerlo dignamente para acabar con una enfermedad que le ha quitado la facultad de decidir en casi todo lo demás.
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