Hay una consecuencia positiva del fallo de La Haya y su aceptación por parte de los dos países que no está recibiendo la atención que merece pese a la importancia que podría llegar a tener y a que alcanza a ambos de la misma favorable manera.
Con el fallo se ha cerrado la última frontera y también la última controversia de importancia que Chile y el Perú teníamos abierta. No existen entonces más motivos de peso para mantener viva la hipótesis de guerra en ambos países (hipótesis que de cualquier forma la creciente confluencia y sinergia de nuestros intereses económicos, la integración cultural producida por las mutuas migraciones, y la misma época en que vivimos habían ya vuelto bastante lejana).
Pues bien, como quiera que esta hipótesis representaba costos muy concretos e importantes para ambos estados, su minimización debería tener como consecuencia lógica el ahorro de buena parte de estos recursos y la posibilidad, por tanto, de dedicarlos a cualquiera de las diferentes áreas directamente relacionadas con el desarrollo de nuestros países, donde podrían hacer mucho bien. Ergo, debería plantearse como uno de los temas futuros de la agenda común posterior a la implementación del fallo (para la que los dos países han instaurado la reunión del 2+2), el inicio de una reducción concertada del gasto militar. Reducción que, por lo demás, tendría el efecto adicional de terminar de eliminar cualquier sensación de amenaza potencial.
Es cierto que el proceso no sería fácil, porque tendría que apuntar a una relativa equiparación de las fuerzas de ambos países, y ello implicaría que Chile tenga que hacer mayores reducciones que el Perú. Después de todo, Chile destina más del doble que el Perú anualmente en presupuesto de Defensa.
En efecto, según datos del economista Juan Mendoza, investigador de la Universidad del Pacífico, el Perú asigna hoy aproximadamente 1,4% de su PBI al gasto militar, mientras que Chile dedica cerca de 2,2% del suyo. Así, en el 2012 nuestro gasto de defensa fue alrededor de US$2.500 millones, mientras el de Chile fue cercano a los US$5.500 millones. Con la diferencia adicional de que el gasto militar peruano, siendo menor, está concentrado en un 90% en pagos de personal, mientras que en Chile esa partida solo alcanzaría al 75%, destinándose un 25% a gastos de capital. Así, el stock de capital militar de Chile en el 2011 era aproximadamente 3 veces mayor al peruano. De hecho, las importaciones de armas de Chile fueron 9 veces las del Perú entre el 2000 y el 2011(tomando como fuente al Stockholm International Peace Research Institute).
Por otro lado, una dificultad adicional en el caso de Chile para un plan conjunto estaría en que las fuerzas armadas tienen ahí un peso político mayor que en el Perú –de hecho, existen leyes que las proveen de una serie de ingresos automáticos, como en el caso del cobre.
No obstante estos obstáculos, también son poderosos los argumentos que los políticos chilenos podrían esgrimir para realizar un plan así junto con el Perú (plan que podría ser gradual, limitando por ejemplo paulatinamente el tamaño del presupuesto militar en ambos países hasta llegar, al cabo de un determinado número de años, al 1% del PBI). Chile, por ejemplo, tendría más recursos para muchas de las reformas que, pese a todos sus avances, aún necesita. Y, ciertamente, tendría más recursos para seguir impulsando su economía, mejorando su productividad y avanzando hacia el desarrollo, en sana y estimulante competencia con el Perú.
De más está detallar lo mucho que el Perú, por su parte, podría beneficiarse de una reducción así. De hecho, en nuestro país el actual presupuesto destinado al sector Defensa es cuatro veces mayor que el destinado al Poder Judicial. Representa, asimismo, más de veinte veces el gasto que se destina al sector cultura y casi el doble del presupuesto para desarrollo e inclusión social, por citar solo algunos ejemplos.
A la fecha buena parte de nuestros respectivos gastos militares son sobrecargas que el Perú y Chile nos hemos impuesto mutuamente. El civilizado cierre que está teniendo nuestra última frontera en discusión y nuestra cada vez más grande y fructífera sociedad económica nos dan la oportunidad de librarnos de ella y, así, de crecer y avanzar más ligeros. En otras palabras: la oportunidad de no ser ya en ningún sentido el uno un obstáculo en el camino del otro, pasando a ser ya solo socios y mutuos catalizadores –tanto en la competencia como en el intercambio– de nuestros propios desarrollos. No la dejemos pasar.