Ayer, mientras el país tenía la atención dividida entre el proceso electoral de este domingo y la suerte de las reformas planteadas por el Ejecutivo en el Congreso, una decisión de la Corte Suprema remeció a la opinión pública y volvió a cambiar el foco de la noticia en la esfera política: el Juzgado de Investigación Preparatoria, a cargo del juez Hugo Núñez Julca, anuló el indulto humanitario que el ahora ex presidente Pedro Pablo Kuczynski otorgó en diciembre pasado a Alberto Fujimori. Ordenó asimismo su ubicación y captura para que sea “reingresado al establecimiento penitenciario que designe la autoridad” y cumpla así la totalidad de la sentencia a 25 años que recibió como autor mediato por las matanzas de La Cantuta y Barrios Altos y por el secuestro agravado de Samuel Dyer y Gustavo Gorritti.
En apretada síntesis, los argumentos de la resolución señalan que han existido irregularidades en el proceso que condujo a la concesión de la gracia.
En lo que concierne a esto, observa que el informe médico no justifica por qué debería corresponder la libertad en el caso de un reo que padece una enfermedad “no terminal grave” y, por otra parte, que la circunstancia de que diez congresistas de Fuerza Popular se abstuviesen en la votación de la primera moción de vacancia de Pedro Pablo Kuczynski tuvo “como objetivo conseguir el otorgamiento del indulto”. Esto, como es lógico, hablaría de una motivación política y no humanitaria tras el beneficio a Fujimori.
La decisión judicial, por supuesto, ha motivado ya reacciones de todo signo y de seguro en los próximos días seguiremos escuchando alegatos a favor y en contra de la oportunidad, la justicia y el arreglo a ley de lo resuelto. Pero con prescindencia de la razón que cada quien pueda encontrar en las posiciones de un lado y el otro, hay una reflexión sobre la vigencia misma de la gracia presidencial que nos ocupa que se hace inevitable: ¿Tiene sentido la supervivencia de un atributo heredado de la monarquía en un orden republicano como el nuestro?
En otras palabras, y más allá del control jurisdiccional posterior, ¿es conveniente que un mandatario elegido por la ciudadanía pueda disponer el término o la conmutación de una pena dictada por el Poder Judicial sin tener que dar realmente explicaciones al respecto? ¿No rompe eso acaso el principio de la separación de poderes y la supremacía de la ley sobre cualquier voluntad individual?
Es indudable que existen con frecuencia casos de personas enfermas o ancianas que, para librarse de la prisión que purgan, requieren una intervención expeditiva que salve el trámite jurídico normal que, de otra manera, debería seguirse. Pero al mismo tiempo, es claro también que el espacio para la arbitrariedad que la facultad presidencial franquea es enorme y, en lugar de paz, trae conflicto y desacuerdo en la comunidad.
La reflexión ciertamente no es nueva, pero después de lo ocurrido años atrás con el indulto concedido –y luego revertido– por Alan García a José Enrique Crousillat y con el otorgado recientemente por el señor Kuczynski a Fujimori y ahora anulado por un juez supremo, resulta obvio que el instrumento está en crisis y necesita ser revisado y, eventualmente, acotado.
El propio fallo del Juzgado de Investigación Preparatoria divulgado ayer recuerda que la Corte Interamericana de Derechos Humanos, cuyo pronunciamiento provee el marco de su actuación, menciona la existencia de “una tendencia creciente en el Derecho Internacional de los Derechos Humanos y el Derecho Penal Internacional [con] respecto a limitar que las condenas impuestas por tribunales penales por graves que sean las violaciones a los derechos humanos sean perdonadas o extinguidas por decisiones discrecionales de los poderes Ejecutivo o Legislativo”.
Si de reformas políticas estamos, entonces, quizás una que establezca límites más claros al ejercicio republicano de este ancestral atributo monárquico debería estar a la orden del día.