Tras las crisis nacionales sucesivas en los últimos cinco años, mucho de lo perdido no se puede recuperar. Las vidas segadas durante la emergencia del COVID-19 y los años escolares con aulas vacías son algunos ejemplos. Hay otros campos en los que la recuperación será lenta y difícil. Aquí la lista es larga –desde la economía hasta la estabilidad política–, y posiblemente su pérdida más importante es la confianza y el apego de los peruanos por su propio país luego de todo lo sucedido.
De acuerdo con la encuesta de Datum Internacional para El Comercio publicada ayer, un 78% de los peruanos siente apego por su país, una cifra 14 puntos porcentuales menor que la reportada en el 2019. Con ese ritmo de reducción, al cabo de una década más podrían ser más los ciudadanos que no sienten mayor simpatía por el Perú que los que sí.
La explicación es bastante predecible. Aspectos culturales e históricos son los que generan la mayor afección entre la gente: la comida, los bailes y la música, el arte y la literatura, etc. Y no es sorprendente que en el otro extremo se ubiquen aquellos que tienen que ver con el manejo del poder político: el Congreso, los partidos políticos y el Gobierno Peruano. Si bien la mitad del país dice que su amor por el Perú se ha mantenido constante, uno de cada tres admite que en los últimos años este se ha debilitado. En consecuencia, la proporción de personas que hubiesen preferido nacer en otro país ha pasado del 13% al 22% en los últimos 15 años.
El daño hecho aquí es profundo y de difícil solución. Corre en paralelo al reporte de semanas pasadas que apuntaba a una migración creciente de jóvenes peruanos en busca de otros países donde crecer académica y profesionalmente. Es el golpe a la imagen de lo que debe representar un país propio en donde construir futuro.
No hay un solo responsable por este resultado. La aparición del COVID-19 jugó un rol, así como también lo hicieron los eventos climáticos del año pasado, sobre todo en la zona rural. Sin embargo, como se desprende de las encuestas, es principalmente la clase política la que carga con la mochila más pesada.
El costo que deberá pagar el futuro del Perú por la inestabilidad política y la erosión permanente de la institucionalidad ya es incalculable. Ninguna reforma política ni tasa de crecimiento del PBI serán suficientes en el corto plazo para recomponer la imagen que el país tenía de sí mismo y, sobre todo, de sus posibilidades de cruzar la barrera hacia ser una nación desarrollada en una o, a lo sumo, dos generaciones. Los políticos que con sus peleas de poder, populismo y pequeñez han llevado el país hasta aquí no merecen ser olvidados.
La ruta hacia un país más próspero, por supuesto, no está cerrada. La misma encuesta recoge que todavía la mayoría de los ciudadanos están orgullosos de ser peruanos, y que el trabajo y el emprendimiento se cuentan entre los atributos más positivos. El Perú tiene aún, qué duda cabe, muchísimo por ofrecer en un sinfín de campos culturales, económicos, ambientales, científicos, etc. Pero solo reconociendo la dimensión del problema de confianza que existe hoy es posible conminar a acciones correctivas. Y si los principales responsables de esta situación son los políticos, la llave recaerá en la misma ciudadanía en el 2026 para renovar a la dirigencia nacional y, unos meses luego, la subnacional. La democracia siempre ofrece nuevas oportunidades; dependerá de nosotros mismos aprovecharlas para recuperar el apego y la fe en ese Perú con prosperidad e inclusión para todos.