Editorial El Comercio

No es necesario ser demasiado agudo para notar que el estado de la en el es precario. Informes internacionales, como el de la Unidad de Inteligencia de “The Economist” (EIU), coinciden con la percepción ciudadana, recogida, por ejemplo, en los resultados del Latinobarómetro reseñados ayer en estas páginas: en los últimos años, el sistema democrático se ha debilitado en el Perú. La sucesión de presidentes es solo un síntoma de problemas mayores de desafección política y de corrientes sociales más profundas.

Pero la preocupación por el estado de la democracia no debe dar espacio a voces que –muchas de ellas con una agenda política clara– caen en la tergiversación. En los últimos meses, se ha vuelto un lugar común de ciertos sectores señalar que el Perú “ya no es una democracia”. La sentencia se escucha en boca de líderes políticos, periodistas, representantes de la sociedad civil y colectivos ciudadanos descontentos con el Gobierno y el Congreso.

Esta es una descripción engañosa y exagerada de lo que sucede en el Perú. El país, es cierto, tiene una democracia poco desarrollada, con problemas de representatividad y con complicaciones aún mayores para entregar resultados a la población, pero aún mantiene los pilares fundamentales de cualquier sistema democrático. La libertad de prensa, a pesar de enfrentar ataques regulares, es la regla general y no la excepción. Los distintos poderes del Estado mantienen un tenso equilibrio, propio de cualquier sistema de separación de poderes, naturalmente imperfecto. Los partidos políticos son absolutamente libres de perseguir las agendas que consideren adecuadas, ganar adeptos, participar y triunfar en elecciones. Y los colectivos ciudadanos con consignas políticas, como se vio la semana pasada, pueden expresar sus ideas en las calles de la capital y del resto del país.

La democracia, por supuesto, es más amplia que un listado de puntos por cumplir –es la idea de ciudadanía responsable en una república de iguales ante la ley–, pero es indiscutible que la esencia básica del sistema se mantiene en el Perú. Las muertes durante las protestas de inicios de año –la acusación más seria en contra del gobierno de la presidenta Dina Boluarte– deben ser materia de investigación y de sanción contra los responsables; pero, al mismo tiempo, utilizarlas políticamente para pintar una figura divorciada de la realidad es una irresponsabilidad mayúscula.

Tampoco califica en tal sentido la frágil alianza entre el Ejecutivo y el Congreso, una suma de poderes que pocas veces da la sensación de haber sido más débil. En un sistema con atomización del poder y agendas fragmentadas –como bien lo demuestra el proceso de elección del siguiente presidente del Congreso– hablar de “dictadura” es un claro exceso, y un recurso manido de quienes a fuerza de frases huecas quieren recapturar el poder. La confluencia de grupos interesados para desarticular avances de política pública –como la reforma del transporte, de la educación, y de otras que en este Diario hemos denunciado– debe ser denunciada y combatida, pero no falsificada.

Flaco favor le hacen, pues, los supuestos defensores de la democracia al calificar como una dictadura la situación actual. Al banalizar el término, le restan la potencia que debe guardar para ocasiones que sí lo ameritan, al mismo tiempo se deslegitiman ellos mismos como interlocutores serios. Personas bienintencionadas que toman esta bandera, de paso, siguen el juego de grupos radicales que lo que persiguen, más bien, es precisamente la destrucción del Estado de derecho y de la democracia, y que solo respetan las reglas de juego cuando están a su favor.

La situación institucional en el Perú es, sin ninguna duda, preocupante, pero caer en frases desmedidas para cosechar algunos aplausos y titulares debilita aún más aquello mismo que dicen proteger.

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