Editorial El Comercio

Cuando la de un país enferma gravemente, hay dos cursos de acción. El primero –y el que suelen elegir los gobiernos menos responsables– es intentar controlar los síntomas de la crisis a través, precisamente, del tipo de intervenciones que causaron los problemas desde el inicio. Controles de precios, emisión inorgánica de dinero desde el banco central, subsidios sin discriminación y más empleos públicos son algunas de los parches temporales que ensayan estas administraciones para evitar asumir costos políticos, y lo hacen a sabiendas de que, a la larga, tan solo harán la situación peor.

El otro curso de acción es el que está proponiendo el nuevo presidente de , . En declaraciones posteriores a su elección en noviembre –en la que se impuso sobre el candidato oficialista, Sergio Massa–, el mandatario ha reafirmado su intención de ordenar la casa, y advirtió que ello implicará costos necesarios para estabilizar la situación en el futuro. La economía argentina, como se sabe, lleva un proceso de deterioro acelerado, con inflación anual por encima del 100%, déficit fiscal incontrolable, desequilibrios y controles absurdos a lo largo de infinidad de sectores, y altas tasas de pobreza.

Específicamente, el nuevo ministro de Economía, Luis Caputo, indicó esta semana que el gobierno busca “evitar una catástrofe”. Para ello, dispuso diez medidas de urgencia, entre las cuales se incluyen la no renovación de contratos laborales con el Estado que tengan menos de un año en vigor, reducir de 18 a 9 los ministerios, minimizar las transferencias discrecionales a las provincias, limitar subsidios y duplicar el tipo de cambio oficial para llevarlo a 800 pesos por dólar. Levantar controles de precios y privatizar empresas públicas forman también parte de las propuestas. Con todo, el ajuste del cinturón fiscal para el Estado sería de 5% del PBI, una cifra exorbitante (aunque algunos economistas apuntan –con cierta razón– a que las disposiciones debieron ser aún más ambiciosas sin caer en el radicalismo).

Sea como sea, el costo inicial será alto. Limpiar la economía retirando los controles, los subsidios, y los estímulos fiscales y monetarios perniciosos llevará en los próximos meses a una mayor inflación, mayor desempleo, y posiblemente mayor pobreza. Esa es la ruta inevitable por la que deben transitar los países que caen en el populismo económico si desean empezar a sanar. El Perú vivió un proceso muy similar en el llamado ‘shock’ de inicios de la década de los noventa. Luego, conforme los precios encuentran sus equilibrios y el déficit fiscal se modera, la economía empieza a ganar estabilidad, la confianza regresa y el círculo virtuoso de crecimiento e inversión se reactiva.

El éxito, sin embargo, está lejos de ser garantizado. Milei encabeza un gobierno sin mayoría parlamentaria y con una coalición política frágil. Sus opositores peronistas –aún con significativo poder político– mostraron los dientes desde el primer día. Y el impacto negativo de las primeras medidas de estabilización posiblemente merme su popularidad durante los meses iniciales, condicionando su habilidad de continuar con un programa de ajuste severo.

Si, a pesar de todo, Milei logra enrumbar a la tercera economía más importante de Latinoamérica, un doble eco de su éxito se debería dejar sentir en el resto de la región. Primero, como advertencia de los costos sociales y económicos que eventualmente debe pagar un país cuando cae en prácticas como las promovidas por décadas por el peronismo y, segundo, como recetario local del tipo de intervenciones sensatas que generan prosperidad a largo plazo.

Argentina tiene un duro trayecto por delante, pero en este caso se cumple a cabalidad aquel dicho que reza que dar el primer paso es la mitad del camino.

Editorial de El Comercio