Editorial El Comercio

Mes a mes, las encuestas que realiza Datum para El Comercio reportan una lenta pero inexorable caída de la aprobación de la mayoría de las autoridades en el país. En realidad, esta andaba tan baja ya en el último registro que era razonable suponer que no podía descender más, pero el sondeo de la citada empresa publicado el domingo demuestra que, por mal que esté, la situación siempre puede empeorar.

Así, entre noviembre y diciembre, la aprobación de la presidenta ha caído del 11% al 9%, mientras su desaprobación ha subido del 84% al 85%; la aprobación del ha bajado del magro 11% que tenía el mes pasado a un pasmoso 7%, al tiempo que su desaprobación ha subido del 85% al 88%; y la aprobación del alcalde de Lima, ha descendido del 29% al 28%, mientras que su desaprobación se ha elevado del 64% al 65%. La suspendida fiscal de la Nación, , por su parte, tiene una aprobación del 15% y una desaprobación del 73% (en su caso, no hay cifras anteriores que permitan una comparación). Se podrá decir que en varios de los registros señalados la variación es marginal, pero lo sintomático es que, por discreto que sea, el cambio consiste invariablemente en una desmejora.

Una jefa del Estado con una popularidad del 9% y un Parlamento con una del 7%, en cualquier caso, es algo insólito. Hablamos de mínimos históricos en ambos escenarios. Y eso, por supuesto, tiene consecuencias políticas.

Hay que tener en claro que las encuestas no son las elecciones y que las autoridades no deben ejercer el rol que les toca guiadas por el prurito de complacer a cualquier costo a determinados sectores de la población. En consecuencia, la desaprobación de tal o cual funcionario o persona con responsabilidad de gobierno no puede ser invocada para demandar su renuncia o para forzar una mudanza en su manera de cumplir con sus tareas. Los casos de reprobación ciudadana que enfrentamos, sin embargo, no corresponden a situaciones de esa naturaleza. Obedecen, más bien, a la difundida percepción de que tales funcionarios o individuos colocados en una posición de poder por el voto popular no están haciendo lo que se esperaba de ellos o, peor aún, están utilizando el cargo que se les confió para beneficio personal. Y eso sí que socava la legitimidad con la que operan.

En lo que concierne a la presidenta Boluarte y al Ejecutivo en general, es evidente que la gente resiente la inacción frente al deterioro de la seguridad y la economía. Las declaraciones de emergencia en ciertas zonas del país y la recesión no puede ser combatida con concesiones de privilegios (exoneraciones tributarias, créditos con tasas subsidiadas, etc.) a determinados sectores de la producción. Pero el Gobierno no da señas de tener pista alguna de qué hacer en lugar de ello.

El Legislativo, a su turno, no cesa de enviar mensajes sobre lo poco que le preocupan los destapes sobre los mochasueldos, ‘Los Niños’, los viajeros impenitentes y los promotores de leyes que tienen por objeto el propio interés. Y el alcalde metropolitano, cumplida casi la cuarta parte de su mandato, no parece estar avanzando hacia la conversión de la capital en la potencia mundial que había prometido. ¿Qué puede opinar, entonces, el común de los peruanos cuando se le pregunta por la gestión de cada uno de ellos?

Felizmente, las manifestaciones convocadas para estos días no han tenido éxito. Lo último que necesitamos en medio de esta situación de crisis es más destrucción de la propiedad pública y privada, y mayor zozobra institucional. Pero esa falta de éxito, sospechamos, tiene más que ver con el hartazgo de la gente frente a la posibilidad de ser manipulada para avanzar agendas políticas tan deleznables como las de aquellos contra los que se llama a protestar, que con una brusca sintonía con las autoridades que nos gobiernan. Lo peor de todo es que los mínimos históricos de los que aquí damos noticia podrían seguirse encogiendo el próximo mes.

Editorial de El Comercio