Editorial El Comercio

Las imágenes dieron la vuelta al mundo en cuestión de minutos. El último jueves 29 de febrero, tropas israelíes ubicadas en Ciudad de Gaza que se arremolinaban en torno de los camiones con ayuda humanitaria que son desde hace mucho tiempo el único medio por el que decenas de miles de gazatíes pueden acceder a comida y otros productos básicos en la franja. Según registros difundidos por el Ministerio de Sanidad de Gaza, fallecieron y más de 700 resultaron heridas, ya sea por los disparos o por el tumulto que se formó tras estos.

El Gobierno Israelí reconoció los hechos, pero alegó que “la multitud se acercó a las fuerzas de tal manera que representaba una amenaza para las tropas, que respondieron con fuego real”, según declaraciones recogidas . Una versión, hay que decirlo, bastante consistente con la narrativa israelí que desde que comenzó sus operaciones en ha tratado de adjudicar el elevadísimo número de muertes en la franja (que esta semana superó los 30.000) al hecho de que los terroristas de se camuflan entre los civiles o se parapetan en instalaciones que deberían ser inviolables, como los hospitales. Ese argumento, sin embargo, no resiste mayor análisis cuando vemos que, tal y como informó esta semana el secretario de Defensa de Estados Unidos, Lloyd Austin, de los 30.000 fallecidos, más de 25.000 eran mujeres y menores de edad, lo que sugiere más bien una ofensiva indiscriminada de las tropas israelíes en territorio palestino, y no la operación selectiva y quirúrgica que están obligados a realizar.

Lo hemos dicho antes y nos reafirmamos en ello: Israel tiene todo el derecho de defenderse de Hamas, un grupo que busca su aniquilación y que desató esta oleada de muerte luego del del 7 de octubre pasado, en el que mataron a 1.200 personas y secuestraron a otras 240, muchas de las que permanecen aún cautivas. Pero eso no lo faculta –como hizo esta semana– a atacar a civiles indefensos que, además, han sido forzados a abandonar sus hogares y tienen que enfrentarse a un desafío mayor: no morir de hambre.

La sangría del jueves es, además, una derrota más para la comunidad internacional que ha sido claramente incapaz de forzar a Israel a respetar los derechos humanos en su operación en la franja, pese a los reiterados pedidos y quejas que se han formulado en ese sentido. En el fondo, pues, lo que viene ocurriendo en Gaza, como lo que pasa desde hace más de dos años en Ucrania (donde Rusia ha seguido ocupando territorio ilegalmente, pese a los avisos de Occidente, y su líder es capaz de formular amenazas de recurrir a de ser necesario sin que se le mueva un músculo de la cara) es una constatación aciaga de que la diplomacia no se hace escuchar por encima del ruido ensordecedor de las balas y las explosiones.

Pese a los esfuerzos desplegados en las últimas décadas para mantener la paz, lo que el mundo ha visto desde el inicio de la agresión rusa en Ucrania es más bien una reorientación de muchos países que habían dejado de apostar por las armas y que al ver lo que pasa cerca de sus fronteras han optado más bien por volver a invertir en defensa y armamento.

Cada vez más, asimismo, son las voces extremistas las que han venido ganando terreno en desmedro de quienes enarbolan las banderas del diálogo en organismos multilaterales para resolver los desacuerdos. En Oriente Medio, por ejemplo, son los radicales quienes han incrementado su poder en el Gobierno Israelí de Benjamin Netanyahu, y los terroristas de Hamas, los que le han quitado el apoyo de miles de palestinos a la Autoridad Nacional Palestina. Mientras ellos sean quienes lleven las riendas de este conflicto, mucho nos tememos que la masacre de esta semana no será la última.

Así, o la comunidad internacional empieza a hacer algo al respecto o el futuro que se abre paso lo hará a punta de balazos.

Editorial de El Comercio

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