El presidente Martín Vizcarra dejó pasar ayer una nueva oportunidad de darle al país explicaciones acerca de algunas materias que, más allá del provecho que hayan tratado de sacarles otros actores políticos, arrojan sombras sobre su gestión. El audio en el que se lo escucha acomodar las versiones que las señoras Mirian Morales y Karem Roca –hasta ayer secretaria general y asistente administrativa del despacho presidencial, respectivamente– debían dar a la Comisión de Fiscalización del Congreso sobre la cantidad de veces que Richard Cisneros visitó Palacio y las personas con las que se reunió ha planteado, en efecto, interrogantes que solo pueden ser despejadas por él y que hasta el momento continúan en el aire.
El señor Cisneros, como se sabe, conoce al actual mandatario desde la época de la campaña del 2016 y, desde que este último asumió la jefatura de Estado, ha sido contratado en nueve oportunidades por el Ministerio de Cultura para realizar tareas tan innecesarias como diseñadas a su medida, que, por eso mismo, están bajo investigación. Los sospechosos contratos, además, se produjeron mientras seis distintos titulares encabezaron el sector en cuestión, por lo que es legítimo preguntarse cuál fue la fuente permanente de poder que le aseguró al controvertido personaje la continuidad de esa suerte de canonjía.
Es en ese contexto, pues, que hacía falta que el presidente aclarase cuántas veces, en definitiva, Cisneros visitó Palacio, en cuántas de ellas se entrevistó con él y qué propósito tuvo cada una de esas reuniones.
Y eso, en realidad, no era todo. El presidente debería haber aclarado también por qué, si hace tanto tiempo se sabía que, cuando trabajaba en el Ministerio de Transportes y Comunicaciones, la señora Morales hizo contratar indebidamente a Claudia Teresa Mere Vidal, hermana de su expareja, nunca la separó de la Secretaría General del despacho y solo ahora le ha “aceptado la renuncia”.
En ese mismo orden de cosas, era imprescindible que el mandatario explicase adicionalmente cómo así cuatro amigos con los que solía practicar deporte –José Luis Alvarado Gonzales, Hernán Flores Ayala, Alejandro Espinoza Fernández y Hugo Mario Misad Trabucco– obtuvieron contratos con el Estado o puestos en él durante este Gobierno.
Ninguno de esos asuntos, sin embargo, fue abordado ayer por el presidente. Su mensaje solo sirvió para que volviera a hablar de la conspiración de la que se considera víctima y para que ofreciera disculpas por el hecho de que “una persona del despacho presidencial […] ha generado esta situación”. Es decir, unas disculpas que no eran realmente tales porque estaban referidas a actos de otras personas…
Es cierto que el trámite de las eventuales consecuencias penales que se pueden derivar del audio en el que conversa con sus antiguas subalternas sobre cómo acomodar los testimonios a la Comisión de Fiscalización tendrá que esperar a que termine su mandato. Pero el trámite de las consecuencias políticas de lo que hemos escuchado, en cambio, no puede esperar. Lo que esa conversación sugiere está mellando la imagen presidencial aquí y ahora. Socavando, en buena medida, la autoridad con la que el poder se ejerce. Y lo mismo cabe decir de los otros problemas que hemos sintetizado líneas arriba.
El mandatario no puede ignorar la gravedad de estas sombras que se ciernen sobre él o tratar de ocultarlas bajo la estridencia de sus denuncias sobre conspiraciones o complots. Eso, para decirlo con una expresión que él ha utilizado recientemente, equivaldría a “hacerse el loco”. Y si la opinión pública ha rechazado mayoritariamente en estos días la posibilidad de que se lo vaque por una presunta “incapacidad moral permanente” es porque loco no está.
Los cuestionamientos que nos ocupan están vigentes y el silencio presidencial al respecto los hará crecer tanto o más que cualquier nuevo audio que eventualmente aparezca. El jefe del Estado tiene que tomar al toro por las astas y no esperar a que este lo embista.