Editorial El Comercio

Esta semana los embates del ciclón llegaron a . El martes, más de 20 quebradas se activaron en la capital, en distritos como Punta Hermosa, Ancón o Cieneguilla, mientras que varios de los ríos que atraviesan la ciudad –como el Rímac, el Chillón o el Huaycoloro– han aumentado peligrosamente su caudal en las últimas horas debido a las lluvias y a la activación de las quebradas que los abastecen. Hasta anoche la situación en varios puntos de la ciudad todavía llamaba a la cautela.

Esto ha llevado al a tomar algunas medidas de emergencia; entre ellas, la de suspender ayer las clases escolares en los colegios de Lima, el Callao y Lima Provincias. Aunque el ministro de Educación, Óscar Becerra, afirmó que esta solo sería vigente el miércoles y que no haría falta prorrogarla porque “ya ha pasado el pico del fenómeno natural”, llama la atención la facilidad con la que las autoridades decidieron tomar una medida de esta magnitud.

Por supuesto, sería irresponsable permitir que los alumnos se movilizaran a sus centros educativos allí donde los huaicos vienen causando estragos o en aquellos lugares que se hallan en riesgo por el incremento del caudal de algún río cercano. Lo primordial siempre será salvaguardar la vida de los estudiantes. El problema, sin embargo, es que la decisión del Gobierno se extendió a la totalidad de las escuelas en Lima cuando los embates de Yaku no han sido iguales en todas partes. Y no tiene sentido que se suspendieran las clases en aquellos distritos que no se encuentran en riesgo de sufrir huaicos o inundaciones.

Lo que decimos aquí no es un capricho. Ayer justamente se cumplieron tres años del inicio del estado de emergencia en nuestro país por la pandemia del COVID-19, un episodio que golpeó a todos los peruanos, pero que fue particularmente pernicioso con nuestros niños y adolescentes, que tuvieron que pagar los platos rotos no solo por el virus, sino también por esa mezcla entre desidia y excesiva cautela de las autoridades que convirtieron al Perú en uno de los últimos países en la región en volver a la presencialidad. Cada día que los alumnos pasan alejados de sus aulas tiene un impacto en su aprendizaje. Así, mientras más veces este alejamiento se repita y se prolongue en el tiempo, mayores serán también las consecuencias en las posibilidades que tendrán a lo largo de su vida. Y, habida cuenta de que en los últimos tres años hemos impedido que nuestros niños y adolescentes asistan a sus colegios, no solo por el virus, sino también por las protestas sociales de los últimos meses y por decisiones irracionales de nuestros políticos (como aquella que motivó el toque de queda en Lima el 5 de abril del año pasado), lo último que necesitamos son más días de clases canceladas.

Si lo que quiere el Gobierno es proteger realmente a los niños, debería ser cuidadoso al momento de discernir entre aquellos distritos en los que es imperioso que se suspenda la jornada escolar de aquellos en los que no, y explorar alternativas para estos últimos, como las clases a distancia. Asimismo, es impostergable sanear la infraestructura escolar en un país en el que, como reveló el año pasado la Unidad de Periodismo de Datos de este Diario (ECData), más del 80% de los locales educativos públicos y privados tiene problemas de este tipo y donde el 29% se encuentra en riesgo de demolición. Finalmente, como mencionamos anteriormente en esta página, es hora de que las autoridades se tomen en serio la labor de fomentar entre los escolares una cultura de la prevención ante aquellos desastres con los que convivimos, desde terremotos hasta deslizamientos.

El COVID-19 ya nos demostró en su momento que, muchas veces, las malas decisiones de nuestras autoridades pueden terminar siendo más perjudiciales para la población que la naturaleza misma. No tiene sentido que el Gobierno decida fácilmente suspender las clases en los lugares en los que la situación no lo amerita. Los chicos ya no pueden perder más horas de escuela.

Editorial de El Comercio