Tenía 32 años. Era una enfermera en Ayaviri, Puno. Mamá de tres hijos. Había decidido dedicar su vida al cuidado de los enfermos, de los heridos, de los más vulnerables. Ahora está muerta. Dos salvajes, identificados como Renato Francisco Quispe Ramos (26) y Dino Álvarez Limahuay (30), la torturaron y la apuñalaron para violarla. La policía la halló el 31 de marzo, cuando agonizaba en su propio cuarto. Murió 12 días después, en el hospital Edgardo Rebagliati en Lima, luego de luchar por su vida en la unidad de cuidados intensivos del nosocomio.
Dos hombres decidieron su destino, encaprichados por obtener algo que ella no estuvo dispuesta a darles y que ellos decidieron tomar por la fuerza, como si les perteneciera. Como si la resistencia de una mujer frente a una dupla de matones fuese una osadía. El ejercicio de un derecho, a decir “no”, fue interpretado por un dúo de energúmenos como una altanería sancionable por la fuerza. Con la vida.
No es un caso aislado. Esta semana, la decana del Colegio de Enfermeros del Perú, Josefa Vásquez, reveló que cada año al menos dos o tres enfermeras son víctimas de violación en nuestro país y que estas atrocidades suelen ocurrir por lo general al momento en que la enfermera termina su carrera y es mandada a ejercer durante un año el Servicio Rural y Urbano Marginal de Salud (Serum) en centros o puestos médicos ubicados en zonas muy alejadas. Este mes, por ejemplo, se conoció que dos jóvenes enfermeras que acudieron a Huancavelica para terminar su Serum fueron violadas por dos compañeros de trabajo. Al igual que en el caso de Puno, los victimarios conocían a la víctima de su espacio laboral. Solo queda preguntarse cuántos casos más ocurrirán y quedarán, como tantos otros cuando de violencia contra la mujer se trata, enterrados bajo el silencio de la amenaza o la vergüenza.
Desde este espacio hemos hablado hasta la saciedad sobre la violencia contra la mujer. Cada editorial dedicado al tema suele ser la consecuencia de alguna vida, o un conjunto de estas, apagada o marcada para siempre por la barbarie. Y la verdad es que nunca deja de ser doloroso, a pesar de ser algo a lo que lamentablemente nos hemos acostumbrado.
Con el paso de los años, con la terquedad de los mismos vicios que tienen a las mujeres como objetivo, resulta innegable que estamos ante un problema sistémico. Cada caso trasciende a las víctimas y a los perpetradores y nos dibuja la imagen desoladora de una sociedad que, hay que decirlo, está podrida. Que se depreda a sí misma.
El año pasado hubo 137 feminicidios. Hasta el 12 de marzo del 2023, se habían registrado 37. El deceso de la enfermera esta semana se conoció al día siguiente de que se capturase en Colombia a Sergio Tarache Parra, el hombre que roció a Katherine Gómez, de apenas 18 años, con combustible y la prendió en llamas en las inmediaciones de la plaza Dos de Mayo. Una seguidilla de tragedias que una vez más debería hacer que nos preguntemos qué estamos haciendo mal como país.
¿Pero qué se puede esperar de un país en el que 180 servidores públicos fueron sancionados en el 2022 por acoso, abuso y violación? ¿Qué se puede esperar de un país en el que el 70% de estos funcionarios pertenece al sector educación donde pueden atacar a uno de los segmentos de la población más vulnerables: nuestras niñas? Asimismo, ¿qué se puede esperar de un país cuyos congresistas, como en el caso de Freddy Díaz, le dieron largadas a la suspensión de uno de sus pares luego de que se le denunciara por violar a una mujer en una oficina del Parlamento?
El problema, en fin, está en el tuétano de nuestra sociedad. El remedio no está en penas más severas para los perpetradores o hasta en la pena de muerte –propuesta que emerge del mismo Congreso al que le tembló la mano para sancionar a un violador–. Estas son fórmulas que se aplican a los síntomas, pero que hacen poco o nada para la enfermedad, como la realidad nos demuestra a diario.
La solución pasa, más bien, por la reingeniería de nuestra idiosincrasia, pasa por algo tan primario como enseñar a nuestros hijos a ser mejores personas y a respetar al prójimo como a sí mismos. Pasa por insistir en la soberanía de los individuos, del cuerpo de las personas y, sobre todo, el de las mujeres. Un proceso que, aunque les pese a muchos sectores de nuestra sociedad, demanda que en las escuelas se enseñe no solo educación sexual, sino también principios básicos de humanidad, de que se inculque compulsivamente la verdad que consagra la esencia de nuestra democracia: todos tenemos los mismos derechos.
Si seguimos haciendo lo mismo, no va a pasar mucho tiempo más para volvernos a topar con otras escenas atroces como las que hemos visto en estas semanas.