Petro-Perú ha sido desde los inicios de este gobierno más que una empresa un símbolo y un fetiche. Petro-Perú sería relanzado, empoderado, engrandecido, para que pudiera cumplir con sus funciones “estratégicas” y demostrar, de paso, que una empresa estatal sí podía funcionar bien y ser eficiente, como, por ejemplo, la hasta entonces muy citada por los funcionarios de nuestro gobierno Petrobras (hoy, como se sabe, envuelta en una serie de multimillonarios escándalos de corrupción que han zamaqueado fuertemente al Gobierno Brasileño). Tanto se jugaba el gobierno por esta empresa, que los proyectos que en un momento se llegaron a proponer en torno de ella sumaban US$15.500 millones. A lo que, por supuesto, habría habido que agregarle los US$400 millones con los que se quiso comprar a Repsol la refinería La Pampilla, 300 estaciones de servicio y la envasadora Solgas, para devolver al Estado el monopolio absoluto de la producción, refinación, distribución y comercialización del petróleo que alguna vez tuvo (obteniendo como resultado, entre otros, la reducción de la producción petrolera del país a casi la mitad durante la década de los 80).
Este Diario se opuso firmemente a todos estos intentos por muchas razones, entre las que figuraba la que viene a cuento recordar ahora: los negocios, por definición, suponen riesgos y, por lo tanto, deberían ser emprendidos solo por quienes apuestan en ellos su propio capital y no por quienes, como el Estado, arriesgan únicamente el dinero de terceros (o sea, de los contribuyentes). En esa línea, el señor Humberto Campodónico, entonces presidente de la estatal y principal promotor de su relanzamiento a gran escala, respondía que los proyectos que se proponían para Petro-Perú eran “un negocio seguro” y sin riesgos. Una idea esta –la del “negocio seguro”– que, como todo emprendedor con un mínimo de experiencia sabe, es un oxímoron.
Pues bien, ha pasado ya algún tiempo desde aquellas batallas y nuestro Estado ha asumido, a través de Petro-Perú, el proyecto de modernizar la refinería de Talara por un total (entre préstamos y aportes estatales) de US$3.500 millones.
Esto no es, sin embargo, todo lo que ha pasado en este tiempo. También ha sucedido que en el último año, entre otras cosas gracias a la mayor explotación del mucho más barato petróleo de esquito en EE.UU., el precio del crudo tradicional ha perdido la mitad de su valor. Surge entonces la siguiente tentadora pregunta: ¿Cómo se financiará Petro-Perú con estos nuevos precios? O esta otra: si antes del comienzo de la caída del precio del petróleo, en junio del 2014, el proyecto iba a necesitar 23 años para recuperar la inversión, ¿cuántos requerirá ahora que el petróleo vale la mitad?
También resultará interesante saber cómo le irá a los otros negocios de Petro-Perú con estos nuevos números aún si detuviese el proyecto de Talara. No ha de ser en vano que la empresa estatal ha usado su poder semimonopólico en el mercado de la distribución para mantener el precio por encima del mercado internacional, ignorando así buena parte de su caída. Buen ejemplo de “empresa estratégica” al servicio del consumidor. Tampoco parece haberle preocupado “estratégicamente” a Petro-Perú que esta artificial manutención de precios altos en el petróleo peruano afectase la competitividad de nuestras empresas frente a, por ejemplo, Chile o Colombia.
Mientras todo esto sucede, por otra parte, Petro-Perú ha seguido produciendo gráficos ejemplos de cuál es el tipo de despilfarro en el que se incurre cuando no hay detrás de las empresas un propietario velando, como vela cada uno por lo que es suyo, por el uso que se da a los dineros: en marzo se supo que la empresa, cuya utilidad total en el 2013 fue de 92 millones de soles, había decidido pagar un millón de soles a Paolo Guerrero para que aparezca en su publicidad, y en octubre, como quien no escarmienta, la estatal dedicó S/.200 mil para darle masajes antiestrés a sus altos ejecutivos, haciéndonos recordar los no tan lejanos tiempos en que se usaba la caja de Petro-Perú para redecorar Palacio de Gobierno.
Pero no nos desviemos. No estamos hablando ahora de eso. Estamos hablando de “negocios seguros”. Como esos en los que, es una lástima, quienes entonces los garantizaban públicamente no pudieron invertir sus propios patrimonios, pero en los que sí ayudaron a embarcar a todos los contribuyentes de un país en cuyas comisarías, por su parte, el 40,7% no tiene una computadora propia y el 70,1% no tenía conexión a Internet; y cuyos hospitales públicos figuran entre los peores de la región, por US$3.500 millones más.