Editorial El Comercio

está nervioso. Según diversos analistas, el dictador venezolano, que ha gobernado por más de una década en la que ha empobrecido a al punto de forzar la emigración de más de siete millones de sus conciudadanos (un millón y medio de ellos a nuestro país), cree que podría perder las elecciones del próximo año.

Como ha recordado nuestra columnista Gisella López Lenci ayer en octubre Estados Unidos autorizó que se levantaran algunas sanciones contra el petróleo, el gas y el oro venezolanos a cambio, entre otras cosas, de que la dictadura chavista permitiera unos comicios libres y supervisados por la comunidad internacional en el 2024 –lo que implica, por supuesto, permitir que varios líderes opositores hoy impedidos de postular puedan participar en la contienda– y liberara a algunos presos políticos. Sin embargo, un escalofrío debe haber recorrido la espalda del régimen a finales de ese mes, cuando se alzó con el triunfo en las primarias de la oposición con un incontestable 92% de los sufragios.

En los días siguientes, la dictadura inició un proceso para suspender los efectos de esta elección, citó a varios organizadores de las primarias bajo cargos de –en el colmo de la hipocresía– fraude, algunos de sus voceros reiteraron que Machado no podía participar en ninguna elección y volvieron los arrestos de opositores políticos. Como si lo anterior no bastase ya para dar cuenta del nerviosismo del régimen, ahora Maduro y los suyos han echado mano de un recurso que muchos sátrapas a lo largo de la historia han utilizado para concentrar el apoyo de sus ciudadanos y mover el foco mediático –así sea momentáneamente– de sus atropellos: el nacionalismo.

El domingo, el chavismo para, entre otras cosas, preguntarles a los venezolanos si están de acuerdo con la creación del Estado Guyana Esequiba, un territorio disputado desde hace siglos entre el país caribeño y la vecina Guyana que, además, constituye dos tercios del territorio de esta última. Como han recordado varios historiadores, el Esequibo es una región de 160.000 kilómetros cuadrados que hacia el siglo XVIII aparecía como parte de la Capitanía General de Venezuela que, sin embargo, nunca lo ocupó, ni cuando se hallaba bajo el poder español ni cuando logró emanciparse de este. En 1814, el Reino Unido adquirió la Guyana mediante un tratado con los Países Bajos y unas décadas después comenzó un conflicto con Venezuela por la posesión del territorio que fue zanjado en 1899, luego de que un laudo –que ha sido calificado de amañado– le diera la razón al Reino Unido.

No obstante, en 1966, antes de que los británicos le otorgasen la independencia a Guyana, pactaron con Venezuela un acuerdo para encontrar una solución definitiva a esta disputa. De hecho, la Corte Internacional de Justicia (CIJ) tiene pendiente dirimir al respecto en un proceso al que Nicolás Maduro y sus adláteres sencillamente no les interesa respetar. Según el órgano electoral venezolano –que funciona como un apéndice del chavismo–, el 95% de los votantes del domingo optó por la opción de que el país caribeño ocupe el territorio en disputa.

Pero aquí el beneficio no es para los venezolanos, sino para el régimen, que de momento ha conseguido mover la atención de los eventos que le resultan incómodos –como la tracción que María Corina Machado ha ganado en gran parte de la sociedad del país caribeño y el arresto de opositores políticos– al tiempo que aprovecha para granjearse un poco de simpatía entre la población. La maniobra, sin embargo, ha generado la legítima preocupación de los guyaneses y de Brasil, que comparte frontera con ambos países. La espita podría prenderse con un solo paso en falso.

La última jugada de Maduro quizá le sirva provisionalmente para sus objetivos particularistas, pero más temprano que tarde los venezolanos se darán cuenta de que el régimen no ha hecho otra cosa que instrumentalizar un conflicto histórico, poniendo al país y a sus vecinos al borde de un conflicto de manera por demás irresponsable.

Editorial de El Comercio