Editorial El Comercio

Entre las múltiples tareas del Estado Peruano está la de garantizar la seguridad de la población. Lo que sucedió el sábado en la provincia de Pataz, región de La Libertad, es una expresión del abandono más grave de las funciones del Gobierno. Delincuentes vinculados a la y a la organización criminal asesinaron a nueve trabajadores de la . Otras 15 personas resultaron heridas. El ataque, realizado con explosivos, ocurrió en un socavón de la mina. Según investigaciones preliminares, los criminales venían exigiendo a la empresa un nuevo esquema de reparto de material. El potencial de conflicto violento se sabía de sobra.

Luego de los hechos, el Ministerio del Interior emitió un comunicado en el que señalaba que “la Policía Nacional ha tomado control de la situación, habiendo detenido hasta el momento a siete presuntos delincuentes e incautado armamento”. Llevar a los responsables ante la justicia es indispensable, pero –aun si se lograse– eso no puede hacer pasar por alto los espacios vacíos que, a lo largo del territorio nacional, se le han cedido a la economía ilegal.

No es la primera vez que se registra violencia vinculada a la minería ilegal en la zona de La Libertad en donde sucedió el ataque. La minera Poderosa, de acuerdo con el Instituto de Ingenieros de Minas del Perú (IIMP), lleva ya tres años soportando situaciones de esta naturaleza. Y no es tampoco el único lugar del país donde la minería informal cobra vidas de manera sistemática. En junio del año pasado, enfrentamientos entre dos grupos de mineros informales causaron la muerte de al menos 14 personas en la provincia de Caravelí, en Arequipa. En Puno, disputas violentas por terrenos y mercados entre mineros ilegales son usuales. Apenas la semana pasada se registró un nuevo enfrentamiento con armas de fuego, dinamita y machetes entre los distritos de Coasa (Carabaya) y Limbani (Sandia). Una persona murió como consecuencia. En ciertas zonas del país estas situaciones están tan normalizadas que pasan por debajo del radar. La infiltración de organizaciones criminales transnacionales en intereses de mineros habría escalado la violencia, y su actividad se entrelaza cada vez más con otras prácticas delictivas, desde la trata de personas hasta la extorsión.

Por su parte, el Gobierno no ha demostrado reflejo alguno. Es cierto que el problema tiene larga data. Por ejemplo, el Registro Integral de Formalización Minera (Reinfo), que viene del 2017, no solo no ha contribuido con la formalización de los pequeños mineros, sino que ha sido instrumentalizado por malos elementos para continuar impunemente con ilícitos. A ello hay que sumarle la carta blanca que el gobierno de Pedro Castillo ofreció a esta y otras actividades como el cultivo de coca. Finalmente, que parte del Estado, desde alcaldes hasta congresistas, sean útiles a los intereses ilegales dificulta la identificación y sanción. Pero nada de eso excusa que la situación se vaya agravando frente a la pasividad de las autoridades, que solo parecen tener capacidad de reaccionar una vez que el daño ya está hecho.

Enfrentar de lleno la problemática de la minería ilegal siempre ha sido un asunto difícil y políticamente cargado. Pero si este Gobierno no se compra ahora el tema con decisión, el avance violento de las organizaciones criminales internacionales –cargadas entonces de ingentes cantidades de dinero proveniente de minería ilegal, y con vínculos en la política– podría ser imposible de frenar.

Editorial de El Comercio