Lentamente pero sin tregua empiezan a llegar numerosas noticias que alertan sobre un serio deterioro en el panorama económico nacional. Un campanazo reciente y contundente fue el anuncio del INEI del incremento de la tasa de pobreza a 27,5% durante el 2022, 1,6 puntos porcentuales más que el año anterior, sin que haya mediado una crisis nacional o internacional mayor que lo justifique. Por esos días, el mismo instituto estadístico determinaba que el PBI había caído 0,4% en los primeros tres meses del año. Y apenas algunas semanas luego, el Banco Central de Reserva del Perú reducía sus proyecciones de crecimiento del PBI para el 2023 de 2,6% a 2,2%, debido principalmente a una fuerte contracción estimada de la inversión privada.
Ahora ha llegado, siempre a través del INEI, más detalle sobre la manera en que la caída del primer trimestre se registró en diferentes zonas del Perú. De acuerdo con un informe del Instituto Peruano de Economía (IPE) publicado ayer en este Diario, 17 regiones tuvieron menos producción entre enero y marzo de este año comparada con el mismo período del año pasado. El último resultado de esta naturaleza se alcanzó solo durante la pandemia del 2020. Más aún, siete regiones –entre las que se cuenta Lima– habrían entrado en recesión técnica (lo que se define como dos trimestres consecutivos de caída del producto).
La extensión del problema demuestra que haríamos mal en circunscribir el resultado del trimestre a las protestas sociales de enero y febrero, o a las lluvias de marzo. Las primeras alcanzaron con mayor fuerza la sierra sur, mientras que las segundas tuvieron mayor impacto en la costa norte. Pero son la mayoría de regiones las que se hallaron en una situación económica difícil a inicios de este año, y eso aún después de un mal 2022. Para la mayoría de peruanos, de hecho, los ingresos laborales reales –es decir, lo que realmente pueden adquirir con sus salarios una vez que se toma en cuenta el efecto de la inflación– siguen por debajo de los niveles prepandemia. Es decir, van ya más de tres años sin terminar de recuperar lo que posiblemente sea el indicador económico más relevante e inmediato para millones de familias.
Lo realmente grave de estas noticias es que –en esta ocasión, a diferencia de caídas anteriores– no han sido causadas por un fenómeno externo sobre el que existe poco control. Más bien, son el resultado de años sin priorizar una agenda de crecimiento y fomento de la inversión descentralizada, y eso es más grave por ser más estructural. Proyectos mineros millonarios se pierden entre la protesta y el papeleo; la agricultura tradicional –de la que dependen una de cada cuatro familias– sigue en el olvido; el atractivo de invertir en el Perú languidece con normas que hacen cada vez más difícil contratar trabajadores, y que ninguna campaña de Prom-Perú puede ocultar. Si el Perú crecerá, según proyecciones de mercado, a tasas mediocres durante el 2023 y 2024, es absolutamente su propia responsabilidad.
El daño ocasionado por el expresidente Pedro Castillo y su equipo sin duda tiene mucho que ver, pero su nefasto gobierno no puede ser utilizado como excusa indefinida para los pobres resultados económicos de hoy. Hay, ya, otros responsables. Con un segundo trimestre que, según el IPE, tampoco se proyecta muy positivo, el Perú corre el riesgo de entrar en un pasme de mediano plazo que impida seguir reduciendo pobreza por los próximos años. Pero las noticias en ese sentido se siguen acumulando y nadie parece inmutarse demasiado.