La mayoría de la CAN apoyaría el retiro de Chávarry de la comisión. (Foto: Hugo Pérez/Archivo El Comercio)
La mayoría de la CAN apoyaría el retiro de Chávarry de la comisión. (Foto: Hugo Pérez/Archivo El Comercio)
Editorial El Comercio

La situación de como fiscal de la Nación es considerada por muchos como insostenible. La presión pública e institucional para que renuncie o sea removido ha conocido en estos días expresiones que así lo sugieren.

Hace casi un mes, el último sondeo de Ipsos divulgado por este Diario reveló que, de los ciudadanos enterados de los cuestionamientos que enfrenta (67% de los encuestados), un 94% consideraba que debía alejarse del cargo, pero desde entonces el clamor para que tal cosa ocurra se ha incrementado. Sin ir muy lejos, ayer tuvo lugar una concurrida marcha por el centro de la capital para demandarlo y el martes se difundió un pronunciamiento de los fiscales de la segunda fiscalía supraprovincial especializada de lavado de activos y pérdida de dominio, que dirige la fiscal Marita Barreto, en el que estos proponen, entre otras cosas, que –junto con los fiscales supremos Tomás Gálvez y Víctor Rodríguez Monteza– el señor Chávarry sea suspendido en sus funciones por el Congreso hasta que culminen las investigaciones por su presunta vinculación a la organización criminal denominada Los Cuellos Blancos del Puerto.

Ese pronunciamiento, además, viene a sumarse a otro, suscrito el 6 de setiembre pasado por 27 de los 34 fiscales superiores que existen en el país, en el que se solicita al “máximo representante del que, ponderando la actual situación y las manifestaciones de la sociedad, adopte una decisión acorde a los intereses y bienestar de la institución”.

Chávarry, no obstante, ha mostrado ser impermeable a todas estas demandas y, contando con el respaldo de los otros dos miembros de la junta de fiscales supremos ya mencionados, se mantiene firme en su puesto, sin importar el tipo de relación que algunos de los audios de sus comunicaciones con el suspendido juez César Hinostroza han puesto en evidencia, ni las declaraciones de dos testigos protegidos sobre la supuesta pertenencia de Gálvez y Rodríguez Monteza –principales sostenes de Chávarry en su actual posición– a la antedicha organización criminal. Recordemos que estamos hablando de una banda relacionada con delitos de corrupción, a la que obviamente ningún fiscal de la Nación tendría que estar en situación de deberle cosa alguna.

Complica la situación también el hecho de que la permanencia de Chávarry en el cargo se encuentra en el centro de una disputa entre el gobierno y la mayoría parlamentaria y sus aliados, en la que las mutuas acusaciones de posible corrupción dejan permanentemente el sabor de ser una forma de ganar la iniciativa política antes que el ejercicio de un afán moralizador.

El escenario que provocaría la eventual renuncia de Chávarry, por otro lado, constituye un problema en sí mismo. Su reemplazante de oficio, como se sabe, tendría que ser por tratarse del más antiguo de los fiscales supremos en funciones, pero sucede que este no está tampoco exento de cuestionamientos por su pasada administración del cargo (se le atribuye calculada parsimonia en las investigaciones del Caso Lava Jato) y que si a alguien parece no querer dejarle la responsabilidad el actual titular del Ministerio Público es a él.

No luce mejor tampoco la posibilidad de que, ante una inverosímil renuncia de todos los anteriores, asuma el puesto la fiscal Zoraida Ávalos, quien ha sido criticada porque, gracias a su voto, consiguió en el 2014 ser nombrado fiscal de la Nación Carlos Ramos Heredia, a pesar de las sombras que ya en ese entonces se cernían sobre él y que acabaron precipitando su salida algunos meses después.

¿En qué debería consistir entonces la solución? ¿Qué se vayan todos? Evidentemente no. Eso no solamente no solucionaría cosa alguna, sino que, si ya es difícil para un país funcionar por un tiempo sin un Consejo Nacional de la Magistratura o una institución equivalente, hacerlo con una fiscalía acéfala sería sencillamente imposible.

Estamos, pues, ante un auténtico nudo que ni las marchas ni los pronunciamientos van a desatar. Lo que se requiere es desprendimiento, imaginación y voluntad política para salir del entrampamiento, pero hasta el momento parece que eso es mucho pedir para quienes tendrían que proveerlo.