Cuando cualquier empresa llega al punto al que ha llegado Petro-Perú –desfinanciada, sin credibilidad y con problemas para cubrir incluso su capital de trabajo–, el menú del directorio que la lidera se reduce a elegir entre opciones difíciles, malas y pésimas. Dado el abanico poco agradable de alternativas, las decisiones que viene tomando el nuevo directorio de la petrolera estatal apuntan en la dirección correcta, pero su ejecución podría complicarse.
En entrevista con este Diario hace pocos días, el nuevo presidente de Petro-Perú, Oliver Stark, delineó parte de la visión que él y su equipo tienen para el futuro próximo de la empresa, construyendo sobre el comunicado que emitieron en mayo pasado. Entre las noticias más resaltantes está el abandono del emblemático edificio de la Av. Paseo de la República. “El último de los ocho puntos que hemos aprobado es trasladarnos todos a Talara y ver qué es lo mejor para este edificio. De repente lo mejor es concesionarlo para conseguir efectivo. O venderlo”, dijo entonces. Por supuesto, un movimiento de esta naturaleza vendría con posibles reducciones y cambios de personal, y para Petro-Perú –como sucede con varias empresas públicas– ese es un ajuste que le vendría muy bien.
La eventual concesión o venta de su oficina central podría no mover demasiado la aguja en términos financieros (el propio Stark lo reconoce), pero es sin duda una señal de que se están tomando las cosas en serio. Empresas privadas en situaciones críticas –con líneas de crédito cerradas y calificación crediticia en deterioro– deben vender o buscar la manera de generar flujos de ingresos sobre activos improductivos o poco estratégicos, y Petro-Perú no tendría por qué exceptuarse de esta regla. Hacerlo con su activo inmobiliario más notorio tiene un mérito adicional.
Quizá la decisión más importante, no obstante, es la transición hacia un contrato de gestión privada para Petro-Perú. Si se lograse, a la par de una reducción en los espacios para el manoseo político de la compañía, las principales dudas sobre la sostenibilidad de la petrolera a largo plazo podrían empezar realmente a despejarse y abrir paso a capital privado.
Nada de esto será fácil. Hay un riesgo no menor de que las valientes intenciones queden apenas como tinta en el acta del directorio. Para comenzar, sin apoyo político claro, avanzar con pie firme será muy complicado. Los ministerios de Economía y Finanzas (MEF) y de Energía y Minas (Minem), accionistas de la empresa, deben otorgar todo el apoyo y decirlo sin ambages. Eventualmente, podría tener que ser el propio Congreso el que emita legislación que respalde algunas de las movidas más audaces.
En segundo lugar, se sabe de sobra que la resistencia interna de trabajadores de Petro-Perú (o, como la llamó un expresidente de la institución, la “cofradía”) no es de peso ligero. Su capacidad de presión es grande, su conocimiento de la empresa profundo y sus intereses gigantescos. Dar pasos veloces en contra de la burocracia interna será una labor colosal. Si contratos relativamente pequeños de compras pueden alargarse años cuando trabajadores claves así lo prefieren (en contra de los mandatos del directorio), cambios mayúsculos pueden sabotearse con relativa facilidad si no hay atención constante.
Finalmente, las buenas intenciones o un plan adecuado no desaparecen por arte de magia la monstruosa deuda de la compañía, ni sus problemas operativos. Este año, por ejemplo, la paralización de la unidad de flexicoking en la Refinería de Talara ha sumado a los miles de millones de dólares de pérdida de la empresa. El refinanciamiento de la deuda es una parte crítica de la gestión de los próximos meses, y ahí no hay nada garantizado. No se descarta que se vuelva a pedir dinero al Tesoro Público.
El directorio, en suma, ha dado señales y tomado decisiones en la dirección correcta. Estas habían sido pospuestas por demasiado tiempo. Pero ahora viene la parte difícil.