Editorial El Comercio

Con más expectativa de la usual, ayer se conocieron en nuestro país del 2023. La extraña circunstancia de que en la víspera el INEI anunciara que la publicación de los resultados sería postergada que todavía nadie ha explicado y el hecho de que los resultados fuesen desastrosos abonan a la tesis –confirmada por fuentes de este Diario– de que en Palacio de Gobierno intentaron retrasar su difusión.

El objetivo de este ardid no está del todo claro, pues quienes conocen los entresijos de la metodología utilizada por el INEI para recolectar esta data sostienen que es muy difícil –por no decir imposible– maquillar los resultados. Quizás en el Ejecutivo alguien tuvo la brillante idea de posponer su difusión creyendo que así podrían ganar tiempo para preparar alguna narrativa que le quitara responsabilidad a la presidenta por este fiasco; pero si fuese así, es evidente que se equivocaron, porque con todo este sainete solo han conseguido mellar la credibilidad del instituto estadístico.

Yendo a las conclusiones del informe en sí, estas revelan que al 2023 la pobreza monetaria alcanzó al 29% de la población; esto es, 1,5 puntos porcentuales más que en el 2022 o, en términos de personas, casi 600.000 pobres más que el año anterior. La cifra es brutal porque estamos prácticamente en los niveles que alcanzamos en el 2020, en plena pandemia, pero esta vez sin nada parecido al frenazo provocado por el . En lo que respecta a pobreza extrema –aquella que engloba a los peruanos que no pueden cubrir ni siquiera una canasta básica alimentaria cifrada el año pasado en S/251 mensuales–, esta afecta al 5,7% de la población; es decir, casi dos millones de peruanos, lo que implica un crecimiento de 249.000 personas en esta situación con respecto al 2022. Si comparamos las cifras con las del año previo a la pandemia, el 2019, el cuadro es desolador: en cuatro años la pobreza se incrementó y la extrema prácticamente se duplicó.

Las razones que explican esta situación difícilmente puedan ser catalogadas como sorpresivas, pues desde hace un tiempo los expertos han venido advirtiendo sobre los peligros de un país que no crece a las tasas que podría hacerlo, en buena cuenta por culpa de sus autoridades. Es cierto que el año pasado hubo un encarecimiento de los precios de los alimentos que afectó la capacidad adquisitiva de las personas, especialmente de las más pobres, y que los fenómenos climáticos afectaron la producción en las zonas rurales. Pero esa es apenas una parte de la explicación y ni siquiera la más importante.

Lo realmente gravitante es que la inversión privada lleva tiempo sin levantar cabeza. Como sabemos, esta es la que permite crear empleos de calidad y estos, a su vez, son los que contribuyen a elevar el ingreso de las familias. Sin el primer engranaje funcionando, los otros dos difícilmente lograrán moverse a la velocidad necesaria. El Congreso tiene ciertamente algo de culpa por estos resultados, dados sus constantes esfuerzos por espantar la confianza empresarial. Pero el responsable mayúsculo innegablemente es el gobierno de Perú Libre, que, tanto con como con Dina Boluarte, ha sido incapaz de espolear la economía del inmovilismo en el que la dejó el coronavirus.

Pese a todo, sin embargo, la situación no está perdida. En lugar de dedicarse a entregar bonos, el Ejecutivo debería poner el acento en donde se necesita: destrabar proyectos, levantar la confianza de los empresarios y dar señales de que el Perú es un lugar seguro para invertir (lo que significa también abordar la problemática de la inseguridad ciudadana). Con los vientos favorables que corren, crecer 3% este año (como se proyecta) no solo sería insuficiente, sino que, a ese ritmo, según ha dicho el exministro de Economía David Tuesta, nos tomaría dos décadas volver a los niveles de pobreza prepandemia.

El Gobierno puede y debe hacer más. Que tenga la voluntad y los estímulos para hacerlo, esa ya es otra historia. Por el momento, la herencia económica de Perú Libre podría sintetizarse en una versión renovada de su famosa promesa de campaña: aún más pobres en un país rico.

Editorial de El Comercio