La última parte de la cadena del sistema integral de justicia –que empieza por la policía y pasa por la fiscalía y el Poder Judicial– es el régimen penitenciario. A esta se le suele prestar menos atención que al resto, pero tal descuido es un grave error.
De acuerdo con el informe publicado hoy en este Diario, aproximadamente un tercio de los internos en los penales del país cumple prisión preventiva. Así, más de 35.000 reos están a la espera de que su proceso penal avance para confirmar su culpabilidad o salir del penal. En otras palabras, han perdido la libertad sin condena firme de por medio.
Hay, en primer lugar, una injusticia tremenda en un sistema que sanciona antes de hallar culpabilidad o tener derecho a la legítima defensa. Los requisitos para dictaminar una prisión preventiva son en demasiadas ocasiones tomados a la ligera por jueces y fiscales. En segundo lugar, este exceso de carcelería por abuso de la prisión preventiva es parte de la explicación sobre por qué los penales nacionales están hacinados. De las 68 prisiones, 49 tienen un exceso de población superior al 20%, y en 10 de ellas más de la mitad de los internos están recluidos a pesar de no contar con sentencia.
De acuerdo con información del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos (Minjus), al año pasado la capacidad carcelaria era de 41.000 internos, pero había cerca de 93.000 recluidos. Esto no solo significa un maltrato adicional para aquellos ya privados de la libertad, sino que también facilita la corrupción y expone a delincuentes menores –que bien podrían ser rehabilitados– a organizaciones criminales y prácticas violentas mucho más serias. Para varios, los penales hacinados y poco regulados son la escuela ideal del crimen.
Los responsables de la situación son varios: congresistas que avalan legislación que hace posible estos abusos y medidas contraproducentes; una fiscalía y Poder Judicial que –por desidia o facilismo en su labor– recurren a prácticas en las que justos pueden pagar por pecadores, y un Minjus e INPE que hacen poco para evitar que las cárceles sean nidos de corrupción y delincuencia.
El avance de la inseguridad ciudadana, al mismo tiempo, potencia la narrativa de quienes utilizan a la delincuencia y el crimen organizados como plataformas políticas y, en el camino, agravan más una situación de por sí delicada. El pedido de sanciones más duras –penas más largas– para los criminales en general hace poco por disuadir el crimen y es, más bien, otra de las causas del hacinamiento. Por su parte, los simpatizantes de las controversiales prácticas de Nayib Bukele, presidente de El Salvador –fuerte en el trato de los internos y débil en la justicia de sus procesos penales–, van en la dirección opuesta.
Si se quiere atender la problemática, los pasos son medianamente claros: uso más responsable de la prisión preventiva, procesos penales mucho más expeditivos y de terminación anticipada, fortalecimiento de la vigilancia electrónica, construcción de más penales (que, a su vez, permitan separar a los reos de baja peligrosidad de los sicarios y otros similares), inversión en resocialización y capacitación productiva de los internos, entre otros.
Es difícil minimizar la sensación de un sistema penitenciario a la deriva junto con la del resto del sistema de justicia. Apenas esta semana, el director de la cárcel La Modelo de Colombia, Elmer Fernández, fue asesinado en Bogotá, presuntamente por intentar tener un mayor control del penal. La tragedia es un recordatorio de los riesgos de ir perdiendo el control justamente de aquellos lugares que albergan a los más peligrosos de la sociedad.