¿Qué conecta a la ciudad china de Wuhan, donde se registraron los primeros casos de COVID-19 del mundo, el cártel de Sinaloa, fundado por Joaquín ‘El Chapo’ Guzmán, hoy en prisión, y la campaña presidencial en Estados Unidos, que enfrenta al presidente Joe Biden con su antecesor, Donald Trump? Una sustancia que ha corrido como el polvo por las ciudades del país norteamericano y que viene dejando postales que parecen sacadas de una película de terror: el fentanilo.
Hace diez años, sin embargo, este opiáceo no pasaba de ser un medicamento suministrado a pacientes con dolores insoportables y a enfermos terminales. En ese entonces, los insumos para fabricarlo se conseguían en Wuhan de manera libre y, desde allí, partían hacia Estados Unidos, a veces incluso por correo. Una vez que China tomó la decisión de prohibirlo, en el 2019, los narcotraficantes mexicanos vieron rápidamente su potencial como negocio y empezaron a sintetizarlo.
Hoy, el fentanilo se ha convertido en un problema de salud pública en Estados Unidos. Cien veces más potente que la morfina y cincuenta veces más que la heroína. Además, los opioides sintéticos –principalmente el fentanilo– son responsables del 70% de las más de 100.000 muertes por sobredosis que el país registró en el 2022. Para quienes lo producen y lo venden, el fentanilo representa un muy buen negocio: engancha rápidamente a quienes lo consumen, es relativamente barato (las dosis se llegan a vender a US$2) y es muy fácil de esconder y, por ende, de traficar. Por ello, se ha colado también en la campaña presidencial estadounidense: dos semanas atrás, Trump anunció que planeaba enviar fuerzas especiales a México para asesinar a los narcotraficantes, y otros miembros del Partido Republicano han propuesto en los últimos meses bombardear los laboratorios de los cárteles en suelo mexicano.
Es importante recalcar aquí que el fentanilo no es un problema en sí y que tiene importantes usos médicos. El problema es su uso indiscriminado, considerando lo fácil que puede matar: apenas 2 miligramos pueden ser suficientes para desencadenar una sobredosis. El periodista Mathías Panizo de este Diario, sin embargo, consiguió comprar hace unos días tres ampollas, cada una con una dosis de 0,5 miligramos de fentanilo –una cuarta parte de lo que se considera una dosis mortal–, sin prescripción médica en Lima. Ello, pese a que la ley es bastante estricta en lo que respecta a la venta de este fármaco y estipula que solo puede ser expedida con receta médica. Irónicamente, además, las farmacias en las que le despacharon la sustancia se encuentran ubicadas frente a dos hospitales: el Edgardo Rebagliati y el Cayetano Heredia.
Por lo pronto, el informe ya ha motivado un anuncio del Ministerio de Salud sobre la intervención de boticas y farmacias que estén vendiendo fentanilo sin receta médica; una acción a todas luces loable, pero que parece materialmente imposible de llevar a cabo si tomamos en cuenta que en todo el país hay alrededor de 28.000 farmacias privadas. ¿Cómo harán para fiscalizarlas a todas, especialmente en las regiones?
Lo mismo se podría decir de los proyectos de ley presentados en el Congreso para penalizar la importación, el almacenamiento o la posesión de fentanilo, pues otras sustancias que ya reciben este trato en nuestro país no han dejado de ser consumidas de manera clandestina.
Lo que se requiere, más bien, es una mezcla entre una ciudadanía informada sobre las consecuencias desastrosas del consumo indiscriminado de fentanilo (basta con ver el espejo estadounidense), un gobierno en actitud de fiscalización permanente tanto en las farmacias que venden el opiáceo como en las fronteras por las que suelen ingresar otros fármacos regulados de manera ilegal, y un gremio farmacéutico consciente de que expedir esta sustancia sin receta médica pueda terminar literalmente matando a quien la consuma. Que los esfuerzos informativos de este Diario sean un pinchazo de advertencia antes de que el fentanilo empiece a ser realmente una emergencia.