La necesidad de ser inmunizados contra el COVID-19 alcanza a los más de 30 millones de personas que viven en este momento en el Perú y, sin embargo, los lotes de las distintas vacunas con las que, lenta y progresivamente, se podrá cubrir esa demanda llegarán en estos primeros meses del año por cuentagotas. Con el envío inicial de Sinopharm, como se sabe, se podrá proteger –una vez que esté completo– a medio millón de personas (todas integrantes de lo que se ha dado en llamar “la primera línea” de defensa contra el virus). Y luego, entre este mes y abril, debemos recibir algo más de un millón y medio de dosis adicionales (entre lo comprometido por Pfizer y lo ofrecido a través del mecanismo Covax Facility), que servirá para vacunar a otras 700.000 personas que, mal que bien, pertenecerán también al universo mencionado (médicos, enfermeras, policías, bomberos, etc.).
De ahí en adelante, el escenario se vuelve más confuso. Si bien las cifras sobre las vacunas adquiridas parecen seguras, las fechas de llegada no lo son. Y eso, evidentemente, suscita una gran disputa por el acceso a ese beneficio.
Se discuten por estos días, en realidad, dos cosas; una de forma abierta y la otra de un modo más bien embozado. El primer motivo de controversia es cuál debería ser la prelación de los grupos de ciudadanos a proteger una vez que se cumpla con lo ya establecido. Y el segundo, si el derecho a la inmunización debería alcanzar a todas las personas que habitan nuestro país con prescindencia de su nacionalidad (y el estatus legal de su presencia en nuestro territorio) o su situación frente a la justicia.
De más está decir, por supuesto, que la primera discusión es razonable. No sucede lo mismo, en cambio, con la segunda, en la que asoman afanes discriminadores absurdos.
Basta hacer una revisión somera de las opiniones sobre esta materia que inundan las redes para toparse con objeciones de todo calibre al propósito de proveer de la protección que nos ocupa a los individuos privados de su libertad y a los migrantes venezolanos. Aparte de la angustia por la posibilidad de que las dosis adquiridas no sean suficientes para cubrir a un contingente humano que incluya también a esos dos grupos de personas, lo que los comentarios dejan traslucir con frecuencia es la idea de que abandonar a su suerte a quienes los componen sería una forma de castigo a sus delitos o faltas. Un planteamiento no solamente inhumano y descabellado, sino también de una ceguera considerable, pues pierde de vista el hecho de que nadie estará seguro en el Perú hasta que todo prójimo esté vacunado.
Felizmente, las autoridades se han apresurado a atajar las especulaciones sobre un eventual retaceo de la inmunización a los integrantes de las mencionadas colectividades. En lo que concierne a los presos, ya el Gobierno aclaró que –dada la situación de hacinamiento que enfrentan– estarán incluidos en la fase 2 de la vacunación, junto con los adultos mayores y otras poblaciones vulnerables. Y en lo que toca a los migrantes venezolanos, la cancillería ha confirmado que serán comprendidos en el esfuerzo de protección del COVID-19 (lo que plantea retos importantes, habida cuenta de que no existe un “censo” que permita identificarlos y ubicarlos en todo el país).
Seguramente el debate sobre quién debería estar antes y quién después en el camino hacia la inmunización total o mayoritaria de nuestra población continuará en las próximas semanas. Pero los intentos de dejar fuera del proceso a determinados grupos de individuos deben ser desterrados de inmediato. “Vacuna para todos” es la máxima con la que debemos guiarnos tanto los ciudadanos como el Estado en el largo trayecto que nos conducirá a salir de este agobiante trance.
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