Editorial El Comercio

El recientemente fallecido expresidente chileno fue muchas cosas a lo largo de su vida: un destacado estudiante que se doctoró en Economía en la prestigiosa universidad estadounidense de Harvard, un exitoso empresario cuyos negocios abarcaron campos tan vastos como disímiles (fue el principal accionista de Lan Chile, hoy Latam, del canal de televisión Chilevisión y de la sociedad que maneja el club de fútbol Colo Colo) y un dedicado hombre de familia. Pero también un político y uno, en realidad, muy importante. No en vano llegó en dos ocasiones al Palacio de la Moneda, y se convirtió así en el primer y único candidato de la alianza derechista entre Renovación Nacional (su partido) y la UDI (Unión Demócrata Independiente) que logró derrotar a la coalición forjada por la Democracia Cristiana y las diversas izquierdas en la etapa democrática que se abrió en el país del sur tras el fin de la dictadura de .

Tenía, desde luego, convicciones ideológicas que lo alejaban de las nostalgias socialistas que animaban a la ya mentada coalición en el terreno económico, pero era al mismo tiempo un convencido de las bondades de la democracia y el Estado de derecho. En estos días se ha recordado, por ejemplo, el hecho de que, con ocasión del plebiscito del 5 de octubre de 1988, declaró públicamente que votaría por el No, la opción que finalmente forzó el término del régimen militar que se había iniciado con el golpe de 1973. Ya en el poder, por otra parte, le tocó lidiar con delicados asuntos en los que supo empinarse por encima de las conveniencias inmediatas del sector que lo había llevado a la presidencia y privilegiar las decisiones que atendieran las necesidades de la sociedad chilena en su conjunto.

Hablamos, en su primer gobierno, de la reconstrucción que siguió al y el rescate de que estuvieron atrapados por más de 60 días en Atacama. Y en el segundo, de la pandemia del (de la que Chile salió mejor librado que el resto del continente) y la revuelta social del 2019, que dio pie a un caos político cuya estela se vive todavía en su país, pero cuyas manifestaciones más violentas él consiguió aplacar en poco tiempo. Es evidente que no estaba precisamente en sintonía con el sentido que las protestas querían imprimirle a una eventual nueva Constitución, pero eso no impidió que facilitara el proceso para que esa aspiración de una, en ese momento, mayoritaria porción de sus connacionales se materializara. Como las distintas personalidades que desde la otra orilla ideológica han reconocido en estos días, fue un hombre que supo ganar y perder elecciones (en la segunda vuelta del 2005 fue derrotado por ), y que cuando las ganó no utilizó el poder obtenido en las urnas para castigar a sus adversarios.

Mención aparte merece la forma razonable y cordial en la que llevó adelante las relaciones , siempre potencialmente tensas. Visitó el Perú desplegando simpatía y encajando con humor las banderillas sobre el pisco y otras materias igualmente sensibles que distintos espontáneos buscaron colocarle; y con auténtica mesura el fallo del Tribunal de La Haya sobre la disputa marítima con el que las aspiraciones chilenas sufrieron mucho más que las peruanas.

Al trazar el perfil de un líder que ha llegado a la jefatura del Estado en cualquier parte del mundo, con frecuencia se incide en la diferencia que existe entre ser un presidente, un primer ministro o un canciller (dependiendo del orden constitucional que rige en el lugar) y ser un estadista. Los partidarios del político en cuestión tienden a declararlo estadista; y sus opositores, a rebajarlo a cualquiera de las otras condiciones, sugiriendo que nunca supo elevarse por encima de sus pasiones y circunstancias políticas. En este caso, sin embargo, el clamor que sugiere que Piñera fue un estadista está cerca de ser unánime. Y basta ver las reacciones de la clase política chilena tras su muerte, especialmente la del presidente , con quien rivalizó ásperamente en el pasado, para convencerse de ello.

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