Editorial El Comercio

Entre distintas corrientes de opinión políticas y económicas, la definición del tamaño y de los roles del Estado es probablemente el tema más debatido. Pero si hay algún punto de consenso casi absoluto en el espectro ideológico, es que el Estado tiene que, por lo menos, garantizar la seguridad física de sus ciudadanos y de su propiedad. Ese es, históricamente, el papel indiscutible que debe ejercer la autoridad pública para ser reconocida como tal.

Y en ese punto básico, el Estado Peruano viene perdiendo la batalla mes a mes. Esta semana, circularon imágenes del , de 25 años, en una losa deportiva a plena luz del día. La facilidad e impunidad con que se ejecutó el crimen –en medio de familias y amigos en un lugar público mientras se transmitía el juego en vivo por redes sociales un domingo por la tarde– demuestra hasta qué punto ha llegado el avance y descaro de las bandas del crimen organizado. La sensación que desean transmitir a la ciudadanía con estos actos es que cualquiera puede ser una víctima en cualquier momento, y lo logran. El caso de Arbulú, quien no tenía antecedentes penales, aumenta a 67 la lista de víctimas de sicariato en San Juan de Lurigancho (SJL) solo en lo que va del año.

La situación de SJL es especialmente grave (según su propio alcalde, Jesús Maldonado, el distrito está ya “a merced” de la delincuencia), pero el avance de la criminalidad es generalizado. En Lima, los robos diarios se duplicaron entre el primer trimestre del 2021 y el mismo período del 2023. En zonas urbanas en el ámbito nacional, la población víctima de algún hecho delictivo pasó del 18,5% entre noviembre del 2020 y abril del 2021 al 25% dos años más tarde. Esas estadísticas incluyen el incremento registrado en las estafas vía mensaje o llamada telefónica. De acuerdo con la PNP, entre enero y mayo de este año, recibieron 3.410 denuncias por estafa en Lima Metropolitana, un aproximado de 22 por día. Y esos son solo los casos que se denuncian. El robo de celulares, seguido del acceso ilegal a cuentas bancarias y suplantación de identidad con conocidos para pedir dinero, se hace también parte de la rutina de vivir en una ciudad mediana o grande del Perú.

Sin duda, la internacionalización del crimen –que ha afectado también a otros países de la región– ha contribuido con este deterioro. El grupo criminal de origen venezolano , por ejemplo, controla buena parte de las actividades ilegales –desde extorsión hasta trata de personas– en al menos diez regiones del Perú. Pero esta no es una dinámica que se pueda observar pasivamente, sujeta al destino. Lo que se requiere es una respuesta gubernamental urgente.

Hasta ahora, el gobierno de la presidenta no ha dado mayores señales de tomarse el asunto demasiado en serio. Quizás el paso más significativo que ha intentado en este sentido es el pedido de facultades ante el Congreso para aprobar “más de 30 normas directamente vinculadas a la seguridad ciudadana, para reforzar la lucha contra la extorsión, la estafa, el robo y el hurto y la penalización de uso de celulares robados”. Sin embargo, el Ejecutivo tiene más que suficiente poder y presupuesto para encauzar desde hoy el combate al crimen sin necesidad de nuevas leyes. El pedido de facultades no puede convertirse en una excusa para la inacción.

Los riesgos son enormes. Por un lado, los ejemplos de Ecuador, México y, antes, Colombia, nos recuerdan lo que sucede cuando las mafias crecen sin control. Por otro lado, mientras más claro sea que el Estado está perdiendo la batalla contra el crimen, más fuerte se oirán los cantos de sirena que sugieren la implementación de un modelo como el salvadoreño en el Perú. Alcaldes de Lima norte, altos representantes del Poder Judicial y congresistas recientemente han deslizado –palabras más, palabras menos– la posibilidad de imitar los métodos antidemocráticos de Nayib Bukele. La única manera de evitar cualquiera de los dos desenlaces, y de perder en el camino la esencia del Estado de derecho y la democracia, es frenar pronto la espiral de delincuencia que acecha con cada vez más violencia, impunidad y confianza en su propio poder.

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