Cuando Dina Boluarte empezó a buscar ministros, pidió nombres a miembros de partidos políticos representados en el Congreso a fin de tomarlos en cuenta siempre y cuando fueran idóneos. No para hacer un sistema de cupos, sino para propiciar un respaldo amplio entre los diversos grupos de congresistas. Ella era, a fin de cuentas, la vía para que se quedaran todos. La estabilidad de su gobierno permitiría a los parlamentarios cumplir el sueño de terminar su mandato. Pero el sentimiento contrario estaba muy arraigado en el país, y por eso cometió su primer error importante: anunciar que sería presidenta hasta el 2026. La búsqueda de ministros comenzó de inmediato, en la idea de que juraran el sábado 10 de diciembre, tres días después del golpe de Estado. Boluarte le pidió al embajador Luis Chuquihuara, al que conocía, que viniera a Lima desde Ginebra, donde estaba de servicio, para apoyarla en los primeros días de gestión. Chuquihuara aceptó, sin saber que Boluarte pensaba ofrecerle la PCM.
Desde Perú Libre partió la recomendación de nombrar a Óscar Vera en Energía y Minas. Había sido representante de los trabajadores de Petro-Perú y miembro del directorio involucrado en la irregular compra de biodiésel durante la gestión del gerente Hugo Chávez, hoy imputado por corrupción. Distintos nombres y currículos fueron llegando a Palacio de Gobierno provenientes de las bancadas: no propuestas formales, sino sugerencias. Muchos nombres traían antecedentes que podían suscitar cuestionamientos, y eran desechados. Vera, por lo dicho, no estuvo bien filtrado. Boluarte pidió que se le consultara a Pedro Angulo si aceptaría ser ministro de Justicia. Cuando fue decano del Colegio de Abogados de Lima (2016-2017), ella había pertenecido a su junta directiva. El súbito nombramiento de Angulo como presidente del Consejo de Ministros revela que no pudo explorar a otros candidatos distintos de Chuquihuara para el cargo. A este lo esperaba en Lima el viernes 11, a un día de la juramentación. Por teléfono le dijo que lo deseaba encabezando el Gabinete. Chuquihuara contestó que no podría aceptar. La presidenta se volvió hacia el grupo de asesores con los que estaba reunida.
−No tenemos premier− dijo.
Las miradas se dirigieron hacia Alberto Otárola, el futuro ministro de Defensa, allí presente. Otárola opinó que no convenía su nombramiento, por antiguas colisiones de su participación en el gobierno de Ollanta Humala. Entonces, avanzada la noche del viernes, Angulo apareció como la única opción segura. Él mismo buscó su reemplazo en Justicia, José Tello. La Constitución dice que el presidente nombra a los miembros del Gabinete a propuesta del primer ministro. En este caso, Angulo asumió funciones dando su aceptación a un Gabinete que ya estaba conformado casi en su totalidad. Así se consumó el segundo error importante de Boluarte como presidenta. Cuando en diversas partes del país –especialmente en el sur– había sectores dispuestos a lograr su caída, encabezó su Gabinete con una persona para tiempos de paz. Si Chuquihuara hubiera aceptado, igual habría sido un error, pese a la amplia experiencia del embajador en la política y la gestión pública. Su conocida proximidad al grupo de diplomáticos que propició la impropia intervención de la OEA para proteger al expresidente Pedro Castillo iba a desatar críticas por doquier, aunque él no estuviera involucrado. Además, se necesitaba un primer ministro para encarar la convulsión social.
El tercer error importante de los primeros días de Boluarte tuvo que ver con el manejo de las protestas: hubo un costo social demasiado alto. Merecerá un largo escrutinio judicial y político. Cuando Angulo se sentó para presidir la primera sesión de Gabinete, no tenía la menor idea del plan de revueltas que se pondría en marcha. Los organismos de inteligencia del Ministerio del Interior y la DINI, hasta hace unos días al servicio de Pedro Castillo, no ofrecieron información sobre lo que vendría. Los ministros se reunieron varias veces, en pleno y por grupos, para considerar las acciones más atinadas. Oscilaban entre medidas duras para poner tope al vandalismo y cuidados extremos para no herir a los que atacaban a la policía. En el proceso se convencieron de que había muy pocos reclamos legítimos para dialogar. Lo que se exigía era no negociable: la libertad de Castillo, el cierre del Congreso, una asamblea constituyente, la abdicación de Boluarte. El toque de queda por zonas y la intervención de las Fuerzas Armadas permitieron controlar la situación, aunque también causaron las muertes, en su mayoría por bala. Renunciaron dos ministros que no habían abierto la boca durante las reuniones. La presidenta consideró que el costo debía ser asumido por los titulares de algunas carteras. Decidió sacrificar al primer ministro Pedro Angulo y a César Cervantes, de Interior. No podía sacar al ministro de Defensa, Alberto Otárola, porque significaba desautorizar la ejecutoria de las Fuerzas Armadas y policiales. Pero podía cambiarlo de puesto. Inicialmente no pensó darle la Presidencia del Consejo de Ministros.
Sin embargo, la búsqueda de primer ministro se convirtió en una tarea difícil. En la mañana del viernes 16, un día después de que se produjeran las muertes de Ayacucho, Boluarte le propuso el cargo al analista político Juan de la Puente, que lamentó no poder aceptar por razones familiares. De la Puente no tenía resistencias en ningún sector político del Congreso y podía ser un enlace con la sociedad civil, pensaba la presidenta. Después se entrevistó con el sociólogo Jorge Nieto. La conversación dejó una posibilidad abierta, con cargo a confirmación, lo que no se produjo por parte de Boluarte. Con posterioridad Nieto habría hecho saber que él debía designar al menos a cinco ministros. Algo razonable, aunque es difícil otear la razón de fondo por la que ella se desanimó.
Luego fueron consultadas varias personas que manifestaron no estar dispuestas por una razón u otra. Por ejemplo, el ex primer ministro Juan Jiménez, en cuyo proyecto personal no estaba volver a asumir el cargo. En la lista están la rectora de San Marcos, Jerí Ramón; la excongresista Carolina Lizárraga y la abogada Ana Jara, primera ministra durante el gobierno de Humala. Cuando Jara rehusó –no podía encabezar un gabinete sin conversarlo con la presidenta, dijo en privado–, era muy avanzada la noche del martes 20 de diciembre, el día fijado para la juramentación de la nueva autoridad. Por eso al día siguiente Alberto Otárola resultó el único candidato viable y juró. Tenía varias condiciones positivas, entre ellas la de proyectar la autoridad necesaria en momentos de crisis. Lo negativo es que cuando avancen las investigaciones por las muertes estará en el centro de la responsabilidad política.
Dina Boluarte se afirma tras un aprendizaje forzoso en sus primeros 15 días. Pudo corregir a tiempo el primer error, propiciando el adelanto de elecciones. La dimensión del costo político de las muertes por homicidio está por determinarse. Después de dudar respecto de la forma de responder a la cínica presión de cuatro mandatarios izquierdistas latinoamericanos, apoyó a la canciller Ana Gervasi, desoyendo voces claudicantes. Cuando se difundió la carta de López Obrador, Fernández, Petro y Arce, Gervasi fue a buscarla a Palacio de Gobierno para retirar de inmediato a los embajadores peruanos de México, Argentina, Colombia y Bolivia. La presidenta la hizo pasar. En su despacho estaban los embajadores Luis Chuquihuara y Manuel Rodríguez Cuadros. Cediendo a la opinión conciliadora de ambos, Boluarte le pidió a la canciller ir de menos a más. Primero debía ponerla en contacto telefónico con los mandatarios faltosos; luego, si no resultaba nada bueno, actuar. Resultó que ninguno quiso atender la llamada. Desde entonces trata solo con Gervasi los asuntos del exterior.