Desde que fue nombrado en febrero del 2020, tres gobiernos intentaron despedir al suspendido titular de la Procuraduría General del Estado (PGE), Daniel Soria. El fenómeno es digno de estudio. La insistencia podría hacer pensar que Soria, un constitucionalista de 52 años, tiene un espíritu belicoso, prototípico del espadachín justiciero. Sin embargo, es un académico envuelto en un aura de ecuanimidad. La insoportable es la mismísima PGE. Constituye un ente nuevo y extraño en el sistema de control peruano, acostumbrado a que el interés del procurador se limite a las reparaciones civiles. El de la PGE es el único habilitado para denunciar a los altos funcionarios: presidentes, fiscales y jueces supremos, congresistas, ministros, miembros de la JNJ, contralores generales. Aunque el Ministerio Público dirige la acción penal y el Poder Judicial determina culpabilidades, teniendo cada uno mayor poder, una PGE independiente puede ser decisiva para la eficacia de los procesos de corrupción, el cáncer peruano. Debe especializarse en acusar bien e intervenir en todas las fases. Al hacerlo con independencia es inevitable que disguste a un gobierno. Por eso Soria está en camino de ser removido por el régimen de Dina Boluarte.
La primera tentativa de despido ocurrió en el 2020, durante la breve presidencia de Manuel Merino. La recién nombrada ministra de Justicia, Delia Muñoz, lo llamó a su despacho para pedirle su renuncia. Aunque Muñoz ha negado el requerimiento, es un hecho que el Consejo Directivo de la PGE se reunió para rechazarlo −hay un acta−, porque un procurador general solo es removido por causa grave previamente comprobada. Está claro por qué la nueva administración, que duró cinco días, buscaba deshacerse del funcionario. Se lo suponía uno de los caviares que idolatraban a Martín Vizcarra. Había apariencias en ese sentido: propuesto por abogados que asesoraron la reforma judicial del presidente vacado, se reunió diez minutos con él en Palacio de Gobierno, antes de asumir el cargo. Fue la primera y última vez que lo vería.
Soria no fue funcional al gobierno que lo nombró. La PGE recién creada no tuvo presupuesto ni personal durante el 2020, el primer año de la pandemia. Vizcarra cayó en noviembre. En los siguientes ocho meses, bajo la gestión de Francisco Sagasti, funcionó con unos fondos de emergencia que le permitieron organizarse mínimamente durante los comienzos de Pedro Castillo, en funciones desde julio del 2021. El 17 de diciembre, con su equipo todavía a medio armar, denunció al presidente por el Caso Puente Tarata. Cuarenta y cinco días después, el propio imputado lo destituyó. En este segundo intento también la causa fue evidente. Después de la denuncia, el entonces ministro de Justicia, Aníbal Torres, hizo saber a gritos en su despacho que Soria debía ser despedido. Recibió al abogado de Castillo, Eduardo Pachas, quien pidió la remoción del procurador porque no cumplía con los requisitos para el cargo. Torres anunció que revisaría su expediente. El 31 de enero la oficina sectorial de la Contraloría General de la República (CGR) evacuó un informe al gusto: Soria fue nombrado sin contar con experiencia como defensor jurídico del Estado. El 1 de febrero se publicó la resolución suprema de destitución, por pérdida de confianza.
La medida era ilegal. En octubre del 2022 un juez repuso a Soria, arguyendo que su nombramiento fue idóneo y que la remoción requería otro procedimiento. Duró hasta el 24 de noviembre del año siguiente. El Ministerio de Justicia lo suspendió como parte de un procedimiento sancionador, pero ya no arguyendo pérdida de confianza, sino reciclando el informe de la CGR, que expidió una segunda edición elaborada por los mismos funcionarios que produjeron el del 2022. Y con similares argumentos. La contraloría hace una interpretación restrictiva del requisito de experiencia en la defensa jurídica del Estado que pide la norma para el cargo, cerrando la puerta −en la práctica− a los abogados que no hayan trabajado en una procuraduría. Hay una interpretación más amplia y razonable. Fue la del Minjus cuando designó a Soria, quien litigó para el Estado desde la Defensoría del Pueblo. En todo caso, la presidenta Dina Boluarte y el primer ministro Alberto Otárola recién se dieron cuenta de que había un “impostor” en la PGE cuando esta los emplazó resueltamente en el caso de las muertes durante las protestas. Por entonces Soria ya se había convertido en un fastidio para el régimen.
A fines del 2023 la PGE estaba recuperada del período de Pedro Castillo, quien nombró a la destructora María Caruajulca entre febrero y octubre del 2022. Participaba en 87 casos que involucraban a 105 altos funcionarios. Entre ellos: una presidenta, dos expresidentes, un primer ministro, cinco exprimeros ministros, 34 ministros y exministros, 73 congresistas y excongresistas. Veintinueve procesos habían sido abiertos a propuesta del procurador general (ninguna acción fue rechazada). En la lista figura uno contra el defensor del Pueblo y otro contra el contralor general de la República. Los abogados de la PGE tenían actuación protagónica en las audiencias, pidiendo información a organismos públicos y presentando testigos y pruebas. Además, haciendo preguntas relevantes, para disgusto −como fue público− de la presidenta Boluarte, quien se negó a responder 57 interrogantes, las que quedaron registradas en un acta.
También fue ostensible el disgusto del jefe del Gabinete Otárola, cuya defensa apoyó a la fiscalía cuando esta se opuso a la participación de la PGE en una audiencia en la que él declaraba sobre el caso de las muertes. La PGE recurrió al Poder Judicial y la Corte Suprema le dio la razón. Por lo demás, la PGE tiene varios recursos de amparo interpuestos contra el Ministerio Público por el abandono de procesos a congresistas. Por ejemplo, se opuso al archivamiento de una investigación a Lady Camones, tras revelarse audios de una conversación con el presidente de APP, César Acuña, sobre supuestos beneficios políticos. Si triunfa en algunas de estas causas, la PGE crearía el precedente de una segunda instancia para discutir decisiones de la fiscal de la Nación que actualmente son inimpugnables.
De modo que el procurador general tiene frentes abiertos por todos lados. Así debe ser. El proceso de destitución correrá a cargo de una comisión integrada por funcionarios de confianza del ministro de Justicia, Eduardo Arana. La imputación es que Soria ocultó la información referida a su supuesta falta de requisitos, infracción que tendría carácter permanente, mientras continúe en el cargo. Pero toda esta fabricación a partir del celestinaje de la CGR ha pasado a un segundo plano con la declaración pública del primer ministro durante una entrevista con Fernando Carvallo en RPP, el 30 de diciembre. Otárola criticó la manera en la que la PGE intervenía en las diligencias.
“La procuraduría debe regresar a su esencia, que es defender los intereses del Estado. Y no convertirse en un juez, un fiscal”, dijo. A continuación, anunció una reforma de la PGE.
Así pues, el problema no era el nombramiento de Soria sino el activismo de la procuraduría, conforme a ley. Alguien que afronta investigaciones como el señor Otárola promoverá cambios normativos para quitarse de encima a la PGE. La institución ha sido encargada a Javier Pacheco, un funcionario también investigado, quien nombró a una abogada con la que estaría relacionado. Un caso parecido al denominado “Las Amigas”, que afronta el primer ministro, en el que está apersonada la PGE. Quizá el Poder Judicial actúe disruptivamente. Un juez constitucional está próximo a pronunciarse. Debe determinar si Soria está siendo destituido por los mismos motivos declarados ilegales en el 2022. Si así fuera resucitaría por tercera vez.