Ricardo Uceda

En el ha comenzado silenciosamente la investigación sobre las responsabilidades de altos funcionarios en las muertes de manifestantes, a cargo de la fiscal de la Nación, Patricia Benavides. La protagonista es la presidenta . Benavides también es foco de atención, pues será comparada su eficacia en estos casos con la que desplegó para investigar a Pedro Castillo. El expresidente ha recurrido a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), buscando ser repuesto. Un objetivo improbable, pues la CIDH, como hicimos aquí notar, ya condenó su intentona de golpe de Estado. Además, acaba de otorgar medidas cautelares a Benavides −a la que Castillo ordenó detener el 7 de diciembre−, debido al acoso de los investigados. Es llamativo que la CIDH encuentre “especialmente serio” el sostenimiento de una campaña de desprestigio contra la magistrada, desinformando respecto de sus decisiones, según reza uno de los considerandos.

Sin embargo, en el tema de las muertes se han hecho objeciones al Ministerio Público que no tienen relación con el discurso castillista. En una conferencia de prensa al cabo de una visita de trabajo, Érika Guevara, directora para las Américas de Amnistía Internacional (AI), criticó la inacción de las fiscalías regionales, aduciendo que no tenían recursos para hacer su trabajo ni especialización para realizar los peritajes. La Human Rights Watch (HRW) también envió una misión encabezada por César Muñoz, director asociado para las Américas. El informe aún no se publica. Muñoz dijo para esta nota que HRW comprobó la falta de incautación de las armas después de los hechos y la ausencia de pruebas de absorción atómica al personal involucrado, lo que debe hacerse inmediatamente para salvar la evidencia. Mencionó un defecto estructural: “No hay fiscalías de derechos humanos en los lugares donde hubo más muertes. Y los fiscales regionales están investigando tanto los presuntos asesinatos como los disturbios. Puede haber un conflicto de intereses”.

En Puno, en efecto, recién se va a crear una fiscalía de derechos humanos que se encargará de las investigaciones. La región sigue convulsionada y las diligencias demorarán. Está claro que la situación rebasó las capacidades del Ministerio Público, varios de cuyos locales fueron quemados. Hay fiscales intimidados, que recibieron amenazas explícitas. No existe una idea del tiempo que demorará individualizar responsabilidades de quienes actuaron en el terreno y de sus jefes. Es posible que la investigación a la presidenta y sus ministros obtenga resultados más prontamente, aunque tampoco destaca por su rapidez. Los ministros del Interior aún no son interrogados. La presidenta Boluarte debía declarar el jueves pasado y no concurrió. Desea hacerlo virtualmente, pero el Ministerio Público insiste en que sea presencial. Ha rendido su testimonio, en dos oportunidades, el primer ministro .

Aunque los interrogatorios recién comienzan, es posible adivinar la línea de defensa de los personajes bajo investigación. Por un lado, se mostrarán evidencias de que Dina Boluarte, casi inmediatamente después de instalar a su primer Gabinete, pidió que no hubiera víctimas mortales en la represión de las protestas. Habría habido una retransmisión de estas indicaciones. Cuando su primer ministro del Interior, César Cervantes, aún no se instalaba en su oficina, ya había dos muertos en Andahuaylas. Hay testigos de que trasladó a la policía el pedido de que hubiera “cero costos humanos”. Otra línea de defensa es que la policía, una vez que recibe una misión, actúa y después informa. Al siguiente ministro del Interior, Víctor Rojas, un asistente le iba dando cuenta de los muertos en Puno según los escuchaba de una radio local. Su sucesor, Vicente Romero, fue motivo de duras críticas cuando confesó que se enteró del allanamiento de la Universidad de San Marcos por la televisión. Peor aún, tampoco lo sabía el jefe de la policía, el general PNP Raúl Alfaro. En un oficio dirigido a Cervantes, Alfaro explicó que el jefe de la Región Policial Lima, el general PNP Víctor Zanabria, tomó la decisión sin consultarle.

De modo que los gobernantes dirán que estaban en la luna. De acuerdo con lo que ha trascendido, el primer ministro Alberto Otárola, en manifestaciones rendidas el 23 de enero y 16 de febrero, describe a un Gabinete ciego y sordo respecto de lo que ocurría con la represión de las protestas. Otárola asumió la cartera de Defensa el 10 de diciembre, y cinco días después hubo diez muertos en Ayacucho por disparos de miembros del Ejército. Boluarte lo hizo primer ministro el 26 del mismo mes, tres semanas antes de las 19 muertes de Juliaca. En su versión, luego de que el gobierno declarara el estado de emergencia nacional, el 14 de diciembre, el control del orden interno corrió a cargo de la PNP con el apoyo logístico de las Fuerzas Armadas. Sostuvo que él, como titular de Defensa, y luego como primer ministro, no tuvo nada que ver con los planes ni la actuación de los militares en el terreno, que estuvo dirigida por el Comando Conjunto. Los jefes policiales también decidían sus propios procedimientos. La función de los gobernantes, dijo, fue instarlos a respetar los derechos humanos y a cumplir los reglamentos. Nada más.

Otárola reveló que Dina Boluarte pidió en varias oportunidades que en el control de las manifestaciones se evitara la pérdida de vidas. Mostró una captura de pantalla de su celular con un mensaje por WhatsApp que le envió la presidenta, el 21 de diciembre del 2022: “Ministro, para más tarde o mañana serán más grandes las protestas. Coordine con el comandante general de las FF.AA. Que no tiene que haber ningún fallecido más”. Luego, otro mensaje: “No vamos a aceptar el uso de las armas. La policía es el primer anillo. Y el Ejército solo de contingencia en los puntos críticos”. En realidad, lo que mostró Otárola a la fiscalía fue el reenvío que hizo de estos textos al general del Ejército Manuel Gómez de la Torre, jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas, advirtiéndole que provenían de Boluarte. El militar respondió: “Recibido, ministro. Eso está especificado en las normas y documentos referidos al uso de la fuerza por parte de las FF.AA.”.

En otro momento de sus declaraciones, Otárola sostuvo que cuando fue ministro de Defensa recibió informes verbales y genéricos sobre los resultados del apoyo de las FF.AA. a la PNP. No dio cuenta a los otros ministros porque el manejo de esas operaciones no era de su competencia. El jefe del Comando Conjunto también le informó superficialmente acerca de cómo se habían producido las muertes de Ayacucho y Arequipa. El ministro dispuso, de manera verbal, que se realizaran indagaciones administrativas, tanto en la policía como en el Ejército, pero no sabe si se cumplieron porque dejó la cartera de Defensa. Dijo desconocer si hubo uso irregular de la fuerza porque eso lo determinará el Ministerio Público. En suma, le tiró la pelota al Comando Conjunto y a la PNP.

Las declaraciones permiten vislumbrar un desinterés injustificable por conocer qué ocurrió, tapado por el discurso sobre la división de responsabilidades. Pero Otárola no parece tan caído del palto, como pretendió describirse. Tal vez sea apropiado decir que hubo encubrimiento. Cualquier informe interno hubiera llegado a la conclusión de que hubo asesinatos. La investigación fiscal no confirmará la versión callejera de que Dina Boluarte ordenó las muertes, pero probablemente ahondará en lo que hicieron los gobernantes para que no ocurrieran. ¿De qué manera cumplieron su responsabilidad legal de supervisar su sector? ¿Es aplicable la figura de asesinato por omisión? Dos mensajes de WhatsApp no agotan toda la diligencia necesaria.

Ricardo Uceda es periodista