Ricardo Uceda

Los resultados de la investigación iniciada por el Ministerio Público sobre las muertes durante las protestas no serán conocidos de inmediato. La demora obligada crea un vacío peligroso. El debió empeñarse en un rápido esclarecimiento de los hechos mediante su propia indagatoria, tanto para realizar cambios internos que fueran necesarios como para explicarlo a la población. Falta un relato oficial minucioso. Sobre todo, respecto de la forma en que se produjo la represión del asalto a los aeropuertos de Juliaca y Ayacucho, los dos lugares donde hubo más víctimas. Cuando ocurren violentas muertes civiles, aunque no hubiera habido intención criminal por parte de una administración, esta tiene la obligación de rendir cuentas y adoptar sanciones, que pueden dirigirse a miembros del gabinete, asumiendo responsabilidad política. Allí se han producido tres cambios cosméticos en los últimos días. En su mensaje a la Nación del viernes, la presidenta confirmó que la única investigación la hará el Ministerio Público. El plato fuerte del discurso fue su deslinde con la izquierda antidemocrática que fue cómplice de Pedro Castillo.

En un procedimiento penal, la investigación de la violencia en conflictos sociales puede ser extremadamente difícil. Desde el 2002 murieron, con base en registros de la Defensoría del Pueblo, alrededor de 350 personas, principalmente durante reclamos de índole medioambiental. Hubo más de 5.000 heridos. El conteo comienza desde el gobierno de Alejandro Toledo, pero fue durante el de Alan García cuando las cifras se dispararon. Solo en los sucesos de Bagua, en el 2009, murieron 23 policías y 10 indígenas. Hubo 73 muertos en el período de Ollanta Humala, 13 en el de Pedro Pablo Kuczynski, algo menos durante los dos años de Martín Vizcarra. En la mayoría de los casos las víctimas cayeron por arma de fuego, cuando la policía repelía a los manifestantes. Luego de las investigaciones (cuando las hubo), solo existieron condenas en un puñado de casos. La regla es la impunidad.

Para muestra, el ‘Baguazo’. Miles de indígenas bloquearon la carretera Belaunde Terry en protesta contra una legislación que les concernía y no les fue consultada. Diez manifestantes y 11 guardias murieron cuando la PNP los desalojó de una zona denominada Curva del Diablo. En represalia, los indígenas se apoderaron de la estación 6 de Petro-Perú y mataron a 10 policías desarmados que la guarnecían. En el 2019, la Corte Suprema convalidó una sentencia que exculpó a 53 personas, indígenas y mestizos, enjuiciados por el caso Curva del Diablo. Aún no hay veredicto por lo ocurrido en la estación 6, pero es presumible que los principios de justicia intercultural y falta de pruebas del primer proceso determinen el segundo. Trece años después, tampoco concluyó el juicio contra un grupo de jefes policiales. Existe abundante literatura –jurídica, académica, congresal, oenegística– sobre estas muertes sin justicia. Los deudos quedaron solos.

¿Por qué fracasan las investigaciones? Por la incapacidad institucional de los organismos pertinentes, faltos de recursos y especialización. Como los fiscales no acompañan los operativos –levantando actas, observando, filmando– la reconstrucción de los hechos puede ofrecer problemas complejos. Es frecuente que existan testimonios insuficientes o influidos por el interés de las partes. Las investigaciones actuales van a chocar con los problemas que frustraron los intentos anteriores. En los sucesos de Ayacucho no intervinieron fiscales, ni tampoco en los de Puno, pese a que el primer ministro Alberto Otárola anunció que lo harían. No hubo condiciones de seguridad para que participaran, aparte de que la fiscalía de Puno carecía de magistrados para un operativo tan grande. En Ayacucho los manifestantes incendiaron dos locales del Ministerio Público antes de lanzarse al aeropuerto.

Hasta ahora, luego de las necropsias de los más de 40 muertos, la mayoría de víctimas presenta impactos de arma de fuego del abdomen para abajo, por tiros de larga distancia. Faltan peritajes balísticos. Posteriormente se determinarán las órdenes que se dieron en cada caso y cómo fueron cumplidas, en una indagación que recorrerá toda la cadena de mando de la PNP y las Fuerzas Armadas involucrada en los hechos. A diferencia de otras ocasiones, el despacho de la fiscal de la Nación se abocará al Gobierno. Patricia Benavides abrió investigación preliminar para determinar responsabilidades de la presidenta, dos primeros ministros, dos de Defensa y dos del Interior. Un exagerado supuesto de genocidio, mencionado en la disposición, probablemente se reconducirá en el camino.

Aunque el proceso tomará al menos ocho meses, sus avances pueden tener impacto político en el corto plazo, sobre todo respecto de Boluarte y Otárola. Un ángulo del escrutinio explora las disposiciones que se dieron en cada caso. Otro indaga lo que se dejó de hacer. ¿Cómo reaccionó la presidenta luego de que se conocieron las muertes en diciembre y enero? Viene al recuerdo un fragmento del interrogatorio del juez César San Martín al expresidente Alberto Fujimori, durante el juicio que lo condenó por violación de derechos humanos, el 26 de diciembre del 2007, en la séptima sesión. Finalizaba la estación de preguntas al acusado. El presidente de la Sala Penal Especial quiso conocer la actuación de Fujimori no antes ni durante los hechos, sino después, cuando se conocieron las denuncias y su entorno militar las contradecía.

−¿Qué hizo? −le preguntó repetidamente.

Fujimori no tuvo una respuesta convincente. La misma pregunta le hará la fiscal Benavides a la presidenta Boluarte. Es posible que ella tenga una explicación satisfactoria, que la libre de toda responsabilidad. ¿Pero el primer ministro Otárola? La decisión de mantenerlo para afrontar la nueva ola de las protestas es un riesgo mayor cuyo impacto se conocerá pronto. En cuanto al Ministerio Público, deberá superar el pobre estándar mostrado en la denuncia constitucional contra Manuel Merino, Ántero Flores-Aráoz y Gastón Rodríguez –presidente, primer ministro y ministro del Interior del gobierno encabezado por el primero– formulada por la ex fiscal de la Nación Zoraida Ávalos. Los acusó de haber asesinado a Inti Sotelo y Bryan Pintado, durante las manifestaciones del 2020, bajo la figura homicida de “omisión impropia”. Es aplicable a quien está al cuidado de alguien que muere por su imprudencia. Un bebe, un anciano, un impedido físico pueden perder la vida por un descuido del responsable de protegerlos. Pero un mandatario no es garante de la integridad de quienes participan en una protesta, salvo que dé órdenes temerarias u omita corregir excesos en relación con ellas. Si ese va a seguir siendo el criterio, Boluarte puede darse por imputada. A dicha denuncia, por otra parte, le faltaban diligencias que demostraran que los acusados conocían que la policía estaba usando armas prohibidas. Ya fue archivada por el Congreso.

Un tercer aspecto de las investigaciones enfoca a quienes propiciaron la destrucción, en una cadena que probablemente tendrá un extremo en el expresidente Castillo, e incluirá a ciertos miembros de su Gabinete y a determinados congresistas. En el otro extremo estarán quienes atacaron aeropuertos. Para construir una imputación se requieren pruebas, pero la conclusión política está a la vista: en la parte violenta de las manifestaciones actúan quienes organizaban la base social del golpe de Estado y ahora persiguen los mismos objetivos a través del caos. El más inmediato es lograr la caída de Boluarte. Como su reemplazante sería el presidente del Congreso, allí ya empiezan a mostrarse figuras con pretensión de ser aceptadas por una masa triunfante, que no desea a un derechista como José Williams en Palacio de Gobierno. No hay sino que observar a Susel Paredes, quien, trepada en el carro de los reclamantes, anuncia que la renuncia de Boluarte “está madurando”. Aún les faltan unos muertos más para cantar victoria.

Ricardo Uceda es periodista

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