"Torres puede cambiar súbitamente de humor y hablarte como un dulce abuelito. El día de los gritos, ya más calmado, el ministro pidió a los principales funcionarios que buscaran argumentos para destituir a Soria". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Torres puede cambiar súbitamente de humor y hablarte como un dulce abuelito. El día de los gritos, ya más calmado, el ministro pidió a los principales funcionarios que buscaran argumentos para destituir a Soria". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Ricardo Uceda

Algo hay en la imagen que proyecta el actual primer ministro, (Chota, 1942), que suscita condescendencia. Quizá sea porque está próximo a cumplir los 80 años. La condición campesina de Pedro Castillo también propició, hasta hace poco, una actitud permisiva ante su falta de capacidad para cumplir deberes esenciales. Pero Torres, doctor por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, ha sido decano de una emblemática Facultad de Derecho y líder de varios gremios de abogados. Demuestra lucidez, aunque parece cautivo de ideas fijas, como la de aplicar la imputabilidad penal desde los 14 años o la de involucrar a las Fuerzas Armadas en el combate a la inseguridad ciudadana. Los expertos le dicen que no, y él, erre con erre, no da su brazo a torcer.

A veces muestra actitudes incomprensibles. Por ejemplo, el pasado 27 de enero, en una reunión con el congresista Héctor Valer y la entonces presidenta del Instituto Nacional Penitenciario (INPE), Susana Silva, en la que también estaban los viceministros del despacho, le faltaban palabras para ensalzar los méritos de la funcionaria. Una semana después, la despidió, haciéndole falsas imputaciones.

–Ella maneja el INPE mejor que cualquier hombre –le dijo Torres al misógino Valer, quien sería primer ministro del 1 al 8 de febrero.

En cambio, al procurador general del Estado, , Torres quiso destituirlo desde diciembre pasado, cuando supo que había denunciado al presidente Castillo ante el Ministerio Público por supuestos actos de corrupción. En vano el viceministro quiso convencerlo de que era ilegal, pues la ley −que él mismo había desarrollado años atrás− solo permitía separar al titular por falta grave. Torres repuso que despediría a Soria de todas maneras. Aquel episodio es memorable, y demostró que incurre en arrebatos de furia. En las oficinas de la alta dirección se supo de los gritos del ministro luego mientras interrogó a varios penalistas que no le ofrecían las respuestas deseadas sobre los deberes de transparencia a los que está obligado el presidente. Cuando intervino Andía para calmarlo, lo botó del despacho en el que se encontraban.

–¡Lárgate! –se escuchó.

Por otra parte, Torres puede cambiar súbitamente de humor y hablarte como un dulce abuelito. El día de los gritos, ya más calmado, el ministro pidió a los principales funcionarios que buscaran argumentos para destituir a Soria. De modo que la idea le rondaba por la cabeza desde hace más de un mes. El 31 de enero, la oficina de control del Minjus, apremiada por el ministro, encontró “indicios de irregularidad” en su nombramiento, bajo la discutible tesis de que no ejerció defensa jurídica del Estado de una manera formal (lo que limitaría la elección a quienes han sido procuradores). El informe pedía iniciar las acciones que correspondían. ¿Por qué el ministro no abrió un proceso sancionador ante la supuesta infracción? Este era el camino legal. Implicaba la presentación de descargos y un proceso ante un tribunal de la contraloría, al final del cual la suerte del procurador general resultaría definida. Pero hubo una urgencia difícil de explicar.

La resolución fue firmada por Torres el 1 de febrero y enviada de inmediato a Palacio de Gobierno para que la suscribiera Pedro Castillo. Salió publicada el mismo día, en una edición especial de “El Peruano”, mientras jugaba la selección peruana de fútbol. Esa noche juraría el tercer Gabinete, encabezado por Héctor Valer. En la tarde, cuando el ministro la firmó, este aún no tenía certeza de que continuaría en el cargo. Si Castillo decidía apartarlo, su último acto hubiera sido la decapitación de Soria, de común acuerdo con el presidente.

El apresuramiento dejó a la Procuraduría General en un estado incierto. Como nunca se nombró a un adjunto, no hay manera de reemplazar al despedido con un sustituto designado conforme a ley. El Consejo Directivo, donde subsisten dos miembros, solo puede reunirse por convocatoria del jefe a cargo. Otros procuradores en funciones −y hay varios del gusto del Gobierno− están impedidos de asumir, pues antes deben ser cesados por la autoridad que no está. La institución se halla paralizada.

La oportunidad de la destitución también puede explicarse por uno de sus efectos prácticos: Daniel Soria ya no podrá presentar la acción de amparo que elaboraba para obligar al Ministerio Público a investigar a Pedro Castillo por varios delitos. Ante dos denuncias, la fiscal de la Nación, Zoraida Ávalos, decidió hacerlo recién cuando termine su mandato. Si el Poder Judicial respaldaba al procurador general, el presidente perdía el manto protector que lo inmuniza de indagatorias por los próximos cuatro años. El plazo de ley para entablar el recurso impugnatorio vence en un mes. Soria anunció la acción el 6 de enero, ante el Congreso, y lo comentó a la prensa el mismo día.

La posición de Zoraida Ávalos es la misma que mantuvo en el 2020, cuando se abstuvo de investigar a Martín Vizcarra basándose en una interpretación del artículo 117 de la Constitución, según el cual el presidente solo puede ser acusado, durante su mandato, por determinados delitos, ninguno de ellos vinculado a corrupción. La teoría fiscal asume que esta inmunidad paraliza cualquier investigación preliminar. Otra interpretación, sin embargo, sostiene que un mandatario en funciones sí puede ser indagado. Hay juristas para cada tesis, de suerte que un juez, o luego un colegiado, o el Tribunal Constitucional, podría darle la razón a la Procuraduría General. Siempre y cuando hubiera un litigio.

La fiscal de la Nación se abstuvo de investigar a Castillo por dos casos: la licitación del Puente Tarata III y las compras de biodiésel en Petro-Perú. En ambos habría estado coludido, para afectar al Estado, con el ex secretario presidencial Bruno Pacheco y la lobbista Karelim López. Pero tiene otras imputaciones en perspectiva: la ilegalidad en el proceso de ascensos militares, la denunciada venta de nombramientos en la policía, el supuesto tráfico de influencias del círculo íntimo palaciego. Para completar la faena de proteger al presidente, el Gobierno necesitaría nombrar a un procurador general inofensivo.

Pudiera ocurrir, no obstante, que tuviera éxito el recurso que Soria planteó ante un juez constitucional para ser repuesto. Ya adelantamos el argumento: el procurador general, por ley específica, solo puede caer por falta grave, luego de un proceso, pero la resolución que lo destituye simplemente dice que perdió la confianza del Gobierno. No sustenta el motivo, como reclama el Tribunal Constitucional. Ni siquiera menciona la pretendida incompetencia para el cargo. Así pues, los firmantes, el presidente y el entonces ministro de Justicia Aníbal Torres, atentaron contra la legalidad que están obligados a defender. Han incurrido en una violación constitucional y son pasibles de acusación. De todos los cargos contra Castillo que la oposición evalúa en el Congreso, la defenestración de Soria ofrece los fundamentos de mayor contundencia.

A estos hechos se añadió la renuncia del viceministro Gilmar Andía, mediante una carta que explica el caos que Aníbal Torres produjo en el sector Justicia. Inútilmente Andía le había alertado al ministro acerca de los problemas, el menos importante de los cuales era que renegaba demasiado. Hasta lo previno contra el famoso asesor presidencial Biberto Castillo. Sabía que no era trigo limpio y le dijo por qué le constaba. Tampoco fue escuchado. Torres solo escucha al presidente y el presidente, hasta ahora, prefiere escucharlo a él.