El 4 de febrero del 2023 la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) declaró la responsabilidad internacional del Perú por la violación de varios derechos de Crissthian Olivera Fuentes y su pareja, otro hombre, quienes fueron discriminados por su orientación sexual. Estaban besuqueándose en un supermercado. Empleados del establecimiento los conminaron a dejar de hacerlo porque había niños alrededor. La causa demoró 19 años. Primero el Indecopi dijo que no había prueba suficiente de segregación, argumento luego repetido por tres instancias judiciales. La Corte IDH estableció que en eventos de discriminación de personas LGTBI+, una vez presentados los indicios por el denunciante, la carga de la prueba corresponde al supuesto autor, en este caso Supermercados Santa Isabel. La denuncia, de poca repercusión en el Perú, fue la más reciente sentencia adversa que recibió el Estado en el tribunal asentado en Costa Rica.
¿Quiénes apelan a la justicia supranacional? La pregunta puede ser respondida desde varios ángulos, el primero identificando a quienes recurrieron a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), una aduana que opina de forma no siempre vinculante y que lanza casos a la Corte IDH para que resuelva. Comencemos por las sentencias. Antes del Caso Olivera Fuentes, la Corte IDH produjo más de cincuenta fallos sobre el fondo, a los que hay que añadir otro tanto de resoluciones aclaratorias. Tomando como referencia 26 que se emitieron en los últimos diez años −desde el 2013−, nueve estuvieron referidas a derechos laborales, ocho a falta de garantías judiciales y otras ocho a violaciones de derechos humanos por fuerzas de seguridad que combatían la subversión. De este tipo una de las más importantes es la que estableció que el emerretista Eduardo Cruz Sánchez, uno de los asaltantes de la Embajada de Japón en 1996, fue ejecutado extrajudicialmente luego del operativo militar que rescató a los rehenes. Este fallo impuso al Perú la obligación de investigar los hechos y dar con los responsables.
Aún se procesan expedientes por desaparición forzada, violación de la libertad individual y tortura, por hechos acaecidos durante la vigencia del terrorismo. Está pendiente el de 15 personas de la comunidad de Santa Bárbara (Huancavelica) que en 1991 fueron ametralladas por una patrulla militar en un socavón minero y luego sus cuerpos fueron dinamitados para impedir el reconocimiento. Murieron siete niños de ambos sexos entre ocho meses y seis años. Aunque ya había sentencia contra algunos responsables en sede nacional, el Estado había violado una serie de derechos humanos, conforme señaló la Corte IDH.
La mayoría de sentencias, sin embargo, fueron por objeciones al funcionamiento del sistema de justicia, al que, al fin y al cabo, llegan también los temas de índole laboral. La federación de trabajadores marítimos obtuvo reintegros cuando le fueron validados nuevos índices de incremento de sus remuneraciones. Cesantes de la Sunat, Petro-Perú, Minedu, MEF y Enapu fueron resarcidos en el pago de sus pensiones, lo mismo que los despedidos del Congreso por el golpe de Estado de 1992. La Corte IDH falló en contra del exjuez Héctor Cordero Bernal, destituido por el CNM en 1991. Dijo que hubo un debido proceso. En cambio, le dio la razón al fiscal Julio Casa Nina, porque fue removido afectando condiciones que salvaguardan la independencia de los magistrados.
El resto de sentencias provinieron de peticionarios que arguyeron ausencia de garantías judiciales: el chino Wong Ho Wing, que temía ser ejecutado si el Perú accedía a extraditarlo a su país para que allí fuera juzgado; el ciudadano gay Azul Rojas, detenido arbitrariamente, violado y torturado en una comisaría de La Libertad; el exteniente EP Rosadio Villavicencio, sancionado dos veces por los mismos hechos en un juzgado civil y militar; el recluta Valdemir Quispialaya, quien quedó tuerto tras recibir tratos inhumanos en un cuartel; el empleado de Migraciones Agustín Zegarra Marín, sentenciado sin pruebas luego de que se le exigiera demostrar su inocencia. A todos ellos la Corte IDH les dio la razón, menos al extraditable Ho Wing, pues China declaró que en ningún caso lo ejecutaría.
Las próximas sentencias sobre casos originados en el Perú reflejarán los mismos patrones. Las primeras en la fila son seis. La más llamativa está relacionada con la supuesta responsabilidad estatal por la contaminación metalúrgica que padece la Comunidad de La Oroya. Sin negar la gravedad de la problemática, originada por privados, el Estado sostuvo haber adoptado las medidas necesarias para controlarla. Luego están el caso de un exjuez de Huánuco que aduce despido inmotivado; el de otro magistrado de Lima a quien lo destituyeron sin indemnizarlo; un contable que espera compensaciones de la Universidad de San Martín de Porres; el antiguo sindicato de Sutecasa, que reclama beneficios pactados y olvidados. Cierra la lista la falta de sanción a los responsables policiales de la detención ilegal, tortura y ejecución extrajudicial del estudiante de medicina Freddy Rodríguez Pighi en 1991. Los expedientes llegaron a la corte con informes de fondo incriminatorios de la CIDH. Desde el 2013, la CIDH ha admitido 118 casos provenientes del Perú. Rechazó 36, principalmente porque no encontró demostrada la afectación de derechos. O porque no agotaron las instancias internas, como uno de profesores de la PUCP que objetaron el control administrativo del Arzobispado durante el cardenalato de Juan Luis Cipriani.
No todos los expedientes admitidos pasarán a la Corte IDH con una solicitud de sanción al Estado, aunque probablemente sí la mayoría. Depende de la consistencia argumental y del propio talante de los jueces. En la lista larga se repite la temática originada en la lucha contrasubversiva, reclamos laborales y juzgamientos supuestamente arbitrarios. Algunos actores son conocidos. Por ejemplo, los expropiados de la reforma agraria, que sostienen no haber recibido un justiprecio en tiempo razonable, ante lo que el Estado alega que formulan un reclamo mercantil −no de derechos humanos− que ya fue atendido internamente. Figura el caso de Allan Azizollahoff, miembro del directorio de la discoteca Utopía en la que en el 2002 murieron 29 personas en un incendio, quien denuncia haber sido condenado con violación del debido proceso, por la presión política que ejercieron los deudos ante el Poder Judicial. También el de un grupo de periodistas que acusa el vencimiento de plazo razonable de una acción de amparo planteada hace ocho años contra una supuesta concentración de medios causada por una compra del Grupo El Comercio. O el de Juan Carlos Tafur, director del portal Sudaca.pe, que alega violación de la libertad de expresión en una sentencia por difamación agravada que le fue impuesta. Asimismo, está el de los familiares de otro periodista, Antonio de la Torre, asesinado en el 2004, que denunciaron irregularidades en el proceso de investigación.
De igual forma, será analizada la alegación del cabecilla emerretista Víctor Polay, para quien el Estado jamás investigó las torturas que le practicaron. Algunas peticiones son singulares, como la de la esposa de Julio Alcázar, al que ella había denunciado por violencia familiar (ejercida incluso cuando sentaba la denuncia en la comisaría de Quillabamba, en la que quedó detenido), sin imaginar que amanecería muerto por estrangulamiento. La viuda denunció a los policías del asesinato, y reclamó ante la CIDH falta de investigación diligente. Continúan llegando a la comisión peticiones de sentenciados de todo pelaje, de despedidos, de impagos, de abusados. No existe un estudio sistematizado respecto de la calidad de las sentencias y los informes de fondo. Es necesario. Lo que más hay son reacciones a informes puntuales de la CIDH, como el de las muertes durante las protestas. Señala hechos ciertos −como el uso indiscriminado de la fuerza− y discutibles hipótesis políticas. Un equilibrio entre las tendencias de los comisionados será difícil porque, al fin y al cabo, son propuestos por sus gobiernos, y estos negocian entre sí.