Ricardo Uceda

No son pocas las voces complacidas con los resultados de la . Hay una general conformidad con el carácter pacífico de las manifestaciones y el comportamiento profesional de la policía. En cambio, divergen las conjeturas sobre la trascendencia de la jornada. Los patrocinadores encuentran que el pueblo venció a la intimidación, al terruqueo procedente del Gobierno, para reflejar el sentimiento opositor de la sociedad. Los críticos se ríen de una “toma de Lima” intentada sin provincianos, por varios miles de limeños. Son dos de las diversas formas de iniciar una evaluación. Pero si el deseo de que se vaya fue lo que aglutinó a los convocantes, ya vimos que tal mayoría nacional no está dispuesta a movilizarse con ese motivo. Quizá lo haría en otras condiciones, o con otros animadores. O quizá se abstuvo porque actualmente tiene otras prioridades. La de trabajar, por ejemplo.

En ese sentido, el motivo principal del llamamiento estuvo desconectado de la gente. Esto lo saben los organizadores, o sea la izquierda en todas sus variantes: los filosenderistas del Fenate, los congresistas de Perú Libre, los antiguos comunistas de la CGTP, la nueva-vieja izquierda de Nuevo Perú, los confusos del Partido Morado. A quienes se sumaron progresistas, ciudadanos de a pie y adherentes de hora undécima, entre ellos ‘influencers’ de las redes sociales condenados a ir a favor de la corriente. El sector que perdió el poder con la destitución de Pedro Castillo compartió el liderazgo con la “izquierda limeña”, como bautizó Vladimir Cerrón a sus competidores, y por eso tuvieron cabida pretensiones ingratas como la restitución de Pedro Castillo y la asamblea constituyente. Es una explicación de su limitada convocatoria. Aun así, en la medida en que el blanco de los ataques fue Dina Boluarte, desaprobada por el 80% de peruanos, las izquierdas radicales quedan mejor posicionadas que antes. Un beneficio añadido es que no hubo violencia, lo que disipa el aliento vandálico de las primeras protestas.

Sin embargo, la actuación de la izquierda no basta para desalojar a la presidenta. Por mucho que la mayoría de ciudadanos prefiera elecciones adelantadas, la manera de lograrlas requiere una fuerza política tan grande que sea capaz de derrotar al Ejecutivo y al Congreso juntos. Desde la capital, muchos izquierdistas de escritorio esperaban que los manifestantes del sur pusieran la energía necesaria para lograr una presión callejera inmanejable para el Gobierno. Pero los puneños se cansaron o se dedicaron al comercio, y la esperanza se diluyó. De otro lado, el objetivo divide a los activistas, pues surge una pregunta inescapable: después de Dina, ¿qué? Según el criterio de unos, el remedio podría producir a otro Pedro Castillo y a congresistas aún peores, ante lo que es necesario introducir reformas políticas. Otros no querían esperar. Para combatir directamente contra Boluarte algunas ONG se retiraron de Coalición Ciudadana, una red de 300 asociaciones civiles interesada en construir consensos fundamentales.

En las semanas que siguieron a las muertes, aunque el discurso en favor del diálogo era persistente en la opinión pública, sentarse en la mesa con el Gobierno representaba un suicidio político para los dirigentes del sur. Debieron hacerlo. Al fin y al cabo, si hay una gran masa detrás, es posible pactar un retiro negociado. En febrero, cuando triunfaron los empeños para que gobernadores y rectores de universidades nacionales se reunieran con Dina Boluarte en busca de algún nivel de acuerdos, la autoridad de Arequipa, Rohel Sánchez, le pidió la renuncia como punto número uno. No todos sus acompañantes estuvieron de acuerdo. En abril fue difundido un manifiesto suscrito por exministros de Pedro Castillo con izquierdistas e izquierdosos, pidiendo la renuncia de Boluarte de inmediato, como imperativo previo a cualquier diálogo. Desde luego, hay otros progresistas que no desean un salto al vacío, ni olvidan que la repudiada mandataria es un mal menor respecto de su antecesor. En fin, la demanda por elecciones va a persistir, aunque sin la potencia necesaria para lograrlo, salvo que Boluarte camine por sí sola hacia el abismo.

Existe otro motivo por el que los gestores de la movilización quedan mejor parados que antes del 19 de julio. Pidieron justicia para las víctimas de la represión militar-policial, la reivindicación social más pertinente en el Perú del 2023. Eso es positivo, por mucho que el énfasis no estuviera también dirigido, como debiera hacerse, a la memoria de los policías y civiles no manifestantes que perecieron. Mas el carácter eminentemente político de la convocatoria, la diversidad de las demandas, la falta de claridad respecto de quiénes son los dirigentes, le restó fuerza a esta exigencia.

La lucha por una investigación independiente de las muertes es una responsabilidad irrenunciable de la sociedad civil. En este punto es propicio considerar las marchas desde otro ángulo. ¿Por qué no hay amplias movilizaciones ciudadanas por derechos sociales y políticos? Motivos para protestar hay de sobra en el caso de las víctimas de Puno, Ayacucho y otros lugares: hubo represión indiscriminada, asesinatos con evidencias a la vista, indicios de encubrimiento, eximición de responsabilidad política, falta de diligencia en las investigaciones por parte del Ministerio Público.

La pregunta también corresponde hacerla en torno de la corrupción. Está demostrado que campea en las administraciones regionales, en los gobiernos locales, en el gobierno central y en prácticamente todos los sectores. El presidente elegido está preso y su sucesora será imputada por plagio. En el Congreso una mayoría de transgresores se niega a pasar al Ministerio Público a sus justiciables. ¿Por qué no hubo una marcha ciudadana exigiendo que los congresistas ladrones sean investigados? ¿Qué fue de la ‘Belle Époque’ anticorrupción de los inicios del gobierno de Toledo?

Es igualmente llamativo que la negligencia gubernamental −por no decir corrupción− durante la pandemia, que produjo decenas de miles de muertes, no sea otro motivo de movilización. La respuesta es que hay una crisis en la sociedad civil, debido a una serie de factores. Algunos podrían decir que es por falta de financiamiento, porque los recursos para las ONG disminuyeron ostensiblemente en comparación a los que hubo hace 20 años. Había dinero para mejorar la justicia, combatir la corrupción, defender los derechos humanos, empoderar a las regiones, cautelar la libertad de prensa, etcétera. Sería saludable que el llamado tercer sector hiciera un balance autocrítico sobre lo que hizo y dejó de hacer desde la caída de Alberto Fujimori. El requerimiento me alude porque dirijo una sociedad de periodistas. Pero la falta de fondos no explica la debilidad social en la defensa de los derechos civiles. Lo explican el sectarismo y la politización de las ONG.

Para el caso, hay sectarismo cuando existe renuencia a trabajar con sectores que piensan distinto a nosotros en la defensa de una causa de todos. En el tema de las víctimas, por ejemplo, puede haber una amplia coincidencia entre personas pertenecientes a distintas capas sociales y esferas ideológicas (la existió en la multitudinaria Marcha del Orgullo LGTB del 1 de julio). Hubo politización cuando los activistas de izquierda bajaron los brazos para no fiscalizar a Vizcarra ni denunciar a Castillo. La derecha también tiene sus propios corruptos y violadores de derechos humanos. Sin embargo, las grandes causas ciudadanas exigen acuerdos entre representantes de distinto signo, sobre todo para las reformas políticas. Hay indicios alentadores de que una nueva generación de dirigentes civiles tendrá la amplitud necesaria para conseguir acuerdos mínimos indispensables. Lo demuestran los iniciales resultados obtenidos por Coalición Ciudadana en Arequipa, donde dialogaron con perro, pericote y gato, en un ambiente de mutua tolerancia.


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Ricardo Uceda es periodista