Ricardo Uceda

Las movilizaciones iniciadas el 4 de enero pretenden producir la renuncia de Dina Boluarte y la convocatoria, vía referéndum, de una asamblea constituyente. Esta medida implicaría el fin del actual Congreso, otra de las demandas. A no desean reponerlo en la presidencia, sino que enfrente en libertad los cargos en su contra. Los interesados, para conseguir sus propósitos, necesitarían paralizar el país con una enorme convulsión social: la suficiente para que Boluarte dimita y el Congreso, arrinconado, apruebe medidas extraordinarias. Lo de Castillo es inalcanzable. Solo una dictadura en regla obtendría del Poder Judicial un juzgamiento al gusto de los manifestantes. Los primeros días de indican que sus objetivos están lejos de lograrse.

¿Quiénes están detrás? Ante todo, la izquierda que estuvo en el gobierno de Pedro Castillo, comenzando por Perú Libre y el grupo magisterial que se separó de esta matriz manteniendo su oficialismo. Cuéntese a los aliados de Nuevo Perú y Juntos por el Perú, a un par de partidos comunistas. Inclúyase a movimientos sociales bajo el influjo de estas organizaciones, como la CGTP y federaciones del interior, así como asociaciones locales. En esencia, la izquierda de inspiración marxista, acompañada de Sendero Luminoso a través del Movadef, más grupos informales de distinto pelaje. Lo hacen como adherentes, no dirigen las protestas concertadamente a escala nacional. En los primeros días de enero salió a las calles un espectro de manifestantes menos amplio del que participó en diciembre del 2022. En la segunda ola, hasta ayer, no prevaleció la violencia.

Hace un mes, cuando Boluarte anunció que gobernaría hasta el 2026, el reclamo principal fue el adelanto de elecciones. Luego de que el Congreso decidiera hacerlo, tomando como referencia abril del 2024, la demanda se desinfló en parte. Realizarlas de inmediato es imposible, salvo que la presidenta renuncie por algún tropiezo fatal. De otro lado, no hace mucha diferencia que sean en diciembre próximo o en abril del año siguiente. Por lo tanto, exigir comicios ya mismo no es una bandera fuerte. La pelea de fondo es un referéndum proconstituyente. Un reto demasiado alto lanzado en el momento menos favorable para sus patrocinadores.

Para comenzar, han perdido el apoyo del centro. En el 2021, Martín Vizcarra, luego de ser vacado, postuló para ser parlamentario por Somos Perú, con el ánimo de impulsarlo. Tenía las expectativas de ser el candidato más votado y de presidir el Congreso. Mientras lo intentaba, fue inhabilitado por 10 años. En una entrevista concedida a “La República” el 2 de enero de ese año, dijo que patrocinaría un referéndum, paralelo a las elecciones regionales del 2021, a fin de que la población decidiera si quería una nueva Constitución. Aquel año, el Partido Morado, que amó a Vizcarra más que a sí mismo, introdujo la misma propuesta en su plan de gobierno. Los izquierdosos no marxistas seguían con entusiasmo el proceso en Chile, donde, luego de una consulta popular, estaba por comenzar funciones una convención constitucional. Vizcarra en el Congreso podía haber tenido éxito. Hubiera sido un aliado de los izquierdistas radicales que ganaron más del 30% de las curules disponibles.

Los radicales proponían asamblea constituyente por motivos distintos de los moderados. Sobre todo, querían cambiar el régimen económico y propiciar mecanismos de representación que permitieran a un líder autoritario retener el poder. Los tibios, en cambio, estaban más interesados en incluir derechos no explicitados en el texto de 1993. El tema hubiera salido del debate electoral si Keiko Fujimori llegaba con un candidato de derechas a la segunda vuelta. Como el finalista fue Pedro Castillo, la discusión sobre el modelo de sociedad que proponía Perú Libre se puso sobre el tapete. Cuando ganó se abrió un momento favorable para propiciar un nuevo orden, pues desde el gobierno un presidente puede ganar aprecio y popularidad. Pero se requería un líder carismático. Castillo estaba muy lejos de tener las condiciones de cualquiera de los populistas autoritarios de la izquierda latinoamericana.

En su discurso de investidura, Castillo anticipó que propondría al Congreso una reforma de la Carta Magna para someter a referéndum la convocatoria a una asamblea constituyente. El proyecto, aunque destinado al fracaso por esa vía, estaba dentro de la legalidad. Presentado en abril del 2022, suscitó un 47% de aprobación –contra un 49% en contra–, de acuerdo con una encuesta del IEP el mes siguiente. En junio, un estudio de Ipsos dijo que el apoyo a la iniciativa era del 32%, contra un rechazo del 60%. No figuraba entre las 10 prioridades que la opinión pública esperaba que el gobierno atendiera. Acribillado por acusaciones de corrupción, el régimen de Castillo ya era por entonces inviable y la mayoría de la población demandaba un adelanto de elecciones. Cuando cayó, la bandera de la asamblea constituyente no era levantada por el centro ni por los sectores moderados, solo por Perú Libre y la izquierda caduca. El oficialismo nunca propició un debate con sectores que disentían. La idea siempre fue imponerla tras el cierre del Congreso, algo quimérico porque Castillo no tenía el poder suficiente. Salvo un caos incontrolable, nada hace pensar que ahora pueda lograrse bloqueando carreteras.

Sin embargo, no hay que olvidar que en el 2022 al menos un tercio se declaró identificado con la propuesta. Ni que el 33% apoyó el golpe de Estado de Castillo (52% en el sur) según una encuesta de Ipsos para América TV del 16 de diciembre pasado. De este sector del país provienen las protestas actuales, con tendencia decreciente. El viernes 6, hubo 53 puntos de bloqueo en nueve regiones: 69 menos que el 15 de diciembre. Estuvo afectado solo el 15% de las provincias. Es convulsa la situación en Puno e Ica, aunque habría que confirmar si allí los manifestantes están preparados para una larga resistencia en torno de demandas políticas y no reivindicativas. No están movilizados los sectores que más reclaman desde hace varios años: las comunidades del corredor minero y las que buscan mitigar la contaminación en Loreto. La protesta es por objetivos exclusivamente políticos, no reivindicativos, y no ofrece dirigentes visibles ni puntos para negociar.

Así pues, lo más probable es que una campaña con tan ambiciosas metas vaya camino a la derrota, pero eso depende de que Dina Boluarte no cometa algún error mayúsculo, de que el Congreso evite hacer trastadas −ante todo debe confirmar el adelanto de elecciones−, y de que no haya más muertes injustificadas. Está en manos del Ministerio Público una investigación impecable de las que se produjeron en diciembre, algo que acabe con la impunidad reinante por asesinatos de civiles y policías durante los conflictos sociales.

El 2023 será un año electoral. En pocas semanas comenzará el movimiento para elegir a los candidatos que tentarán, desde una posición radical, abanderar al tercio de peruanos que apoyó a Castillo. Es previsible que la izquierda, que pertenece a la familia de Los Picapiedra, elabore un libreto originado en el guion de estas protestas: en el Perú hubo un golpe de Estado del Congreso contra un presidente del pueblo al que no dejaron gobernar los oligopolios y la prensa concentrada. Faltaría agregar que estos poderes lo arrojaron en brazos de la corrupción. Una asamblea constituyente será parte del programa. La propuesta no ha muerto. Falta saber la forma y circunstancias de su reaparición.

Ricardo Uceda es periodista