La Cuarta Sala Penal Liquidadora de la Corte Superior de Justicia de Lima dictará en los próximos días otra sentencia sobre un caso histórico cuyo sentido causará disidencias. Ocurrió este año con dos anteriores veredictos del mismo colegiado. En el primero, del 16 de junio, Vladimiro Montesinos, el jefe del grupo Colina Santiago Martín Rivas, y dos exoficiales del Ejército fueron condenados a penas de prisión de entre ocho y 23 años, por el asesinato de la agente de inteligencia Mariela Barreto. El fallo los consideró autores sin explicar cómo se asociaron ni de qué manera la mataron con un móvil inverosímil. La segunda sentencia se conoció el 31 de octubre. Absolvió a Montesinos y a miembros del grupo Colina por el asesinato del presidente de la CGTP, Pedro Huilca. Aunque hay evidencia de que fue Sendero Luminoso, la fiscalía insistirá en la teoría del crimen de Estado. El tercer proceso se refiere a la supuesta violación y tortura de la agente de inteligencia Leonor la Rosa por oficiales del Ejército. De los tres casos este parecía el de solución más fácil. Pero el tiempo le dio un vuelco impresionante a la interpretación inmediata.
La conclusión de que La Rosa fue torturada parecía obvia porque ella mostró insuficiencia motriz después de estar siendo interrogada en el Pentagonito –el Cuartel General del Ejército– por supuesta infidencia. En febrero de 1997 llevaba allí detenida varios días, por segunda vez en el mismo año. En enero la interrogó el Servicio de Inteligencia del Ejército (SIE), al que pertenecía, y al mes siguiente la Inspectoría General. El 19 de febrero le sobrevino un sangrado vaginal, por lo que fue trasladada al Hospital Militar. Cuando fue dada de alta sufría discapacidad. El 6 de abril apareció en el programa “Contrapunto”, de Frecuencia Latina, asegurando que había sido salvajemente golpeada para que revelara cómo la prensa obtenía información sobre planes criminales del régimen contra periodistas y políticos opositores. En ese momento todo el mundo le creyó. Un mes antes había aparecido el cadáver seccionado de la agente del SIE Mariela Barreto. La Rosa dijo que había sido asesinada por los militares que defendían al régimen.
Montesinos, que no podía desviar la sospecha de su complicidad con el asesinato de Barreto, no quiso cargar con las torturas a La Rosa, y dispuso detener a los jefes del SIE y del SIE2, el coronel Carlos Sánchez Noriega y el comandante Rafael Salinas, quienes, junto con los oficiales Percy Salcedo y Ricardo Anderson, fueron encausados por la justicia castrense. Sánchez había ordenado la investigación a La Rosa, y Salinas la realizó. El 9 de mayo, la Sala de Guerra del Consejo Supremo de Justicia Militar (CSJM) condenó a ocho años de prisión a los cuatro imputados. Todos apelaron la sentencia. El 24 de noviembre de 1997, la Sala Revisora del CSJM absolvió a Sánchez porque no participó en los interrogatorios, y a Anderson porque durante los hechos se hallaba impedido de caminar. Simultáneamente confirmó las penas para Salinas y Salcedo, que estuvieron en contacto con la detenida. La prueba eran las secuelas que ella presentaba: aparte de la discapacidad, unas escoriaciones en las manos. La sentencia revisora no señala otro argumento. Pero, para entonces, ya había evidencia de una lesión brutal: la columna cervical estaba dañada.
En diciembre de 1998, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos emitió un informe de admisibilidad del caso, presumiendo que a la víctima la golpearon, le aplicaron corriente eléctrica y le quemaron manos, piernas y brazos. Las consecuencias fueron, añadió, hemorragia nasal y otra vaginal, “y una lesión de la médula espinal que la mantiene postrada en una silla de ruedas”. En el mismo año, un informe de la Defensoría del Pueblo hizo, punto por punto, similares señalamientos. En 1999, el gobierno de Alberto Fujimori admitió que el Estado Peruano fue responsable por las torturas a la agente de inteligencia. Anunció negociaciones para pagarle una indemnización. O sea que ni el régimen dictatorial ni sus militares allegados daban un medio por la versión de los sentenciados, quienes se reclamaban inocentes apoyándose en numerosos testimonios. El 18 de febrero del 2002, el presidente Alejandro Toledo le entregó US$120.000 a La Rosa, a modo de reparación. Mas en noviembre del mismo año, la Sala Revisora del CSJM, ante un recurso de los detenidos Salinas y Salcedo, los exculpó. A continuación, el caso pasaría al fuero común.
Pese a que había muchos testigos de que La Rosa no fue golpeada en el Pentagonito ni presentó lesiones visibles en el Hospital Militar, estas versiones carecían de crédito. Incluso fue desestimada la comprobación de que sufrió un paro cardiorrespiratorio durante el legrado que le fue practicado tras su ingreso al nosocomio, una de cuyas consecuencias puede ser la pérdida de motricidad. En contra había la certeza de una lesión en la columna cervical, que solo podía haber sido producida por golpes. En el 2005 fui a buscar al ortopedista de La Rosa, el traumatólogo Carlos Cruz, en busca de mayor explicación sobre la deficiencia de movilidad que padecía.
−No hay duda. Le quebraron el espinazo −dijo. Y me enseñó un dictamen de Resonancia Médica S.R.L, fechado en 1997, que lo demostraba. Sin embargo, posteriormente, ante una solicitud informativa de El Comercio, una junta médica del mismo centro especializado concluyó que el órgano presentaba apariencia de normalidad. Desautorizó el diagnóstico, responsabilizando del mismo a su autor, el doctor Julio Hernández. Así se cayó la tesis de la columna dañada. Para entonces, La Rosa había formulado una segunda grave acusación: la de que fue violada por los cuatro militares inicialmente imputados como torturadores en 1997. Fue el 24 de febrero del 2002, a pocos días de haber sido indemnizada.
¿Por qué esta acusación, de una atrocidad horrorosa, tardó cinco años en hacerse? Esta pregunta nunca tuvo una explicación convincente. No podía ser la del temor, puesto que, desde 1998, La Rosa estaba a salvo en el extranjero. El documento de la Defensoría del Pueblo ya mencionado, escrito por la abogada Rocío Villanueva (“El caso Leonor La Rosa”, 1998), describe los continuos cuestionamientos que hacía la paciente a las instituciones que querían ayudarla en México. Su personalidad conflictiva y cambiante puede haber sido un factor. Otra, el cálculo de que sería muy difícil poner en cuestión lo que ella dijera. Tras la caída de Fujimori, mientras se iban conociendo diariamente casos de corrupción por doquier, cualquier oprobio atribuido al régimen parecía posible. Pero un sector de la prensa de investigación fue esclareciendo paulatinamente las cosas. La policía estableció que no hubo torturas. El excongresista Alfredo González se convirtió en un vocero de los oficiales acusados y publicó un libro con evidencias. De otro lado, en la investigación abierta en el fuero común empezaron a registrarse los testimonios desestimados porque provenían de oficiales del Pentagonito y de personal médico del Hospital Militar. Todo lo que ha llegado al juicio oral, que finaliza luego de 26 años.
Está acreditado que el 19 de febrero de 1997, hacia las tres de la tarde, La Rosa dejó las oficinas de Inspectoría, luego de una sesión con el comandante José Ugaz, no imputado. Fue llevada a las oficinas del SIE en las que cuatro hombres la habrían sometido a tres horas de violaciones y torturas. Para sentenciarlos, los jueces tendrían que demostrar que fueron adulterados todos los exámenes que las desmienten se le practicaron en el Hospital Militar desde aquella misma noche, y que es falsa la evidencia de que Ricardo Anderson estaba enyesado, a muchos kilómetros de distancia.