El 16 de junio, una sala de la Corte Superior de Justicia de Lima condenó a Vladimiro Montesinos a 23 años de penitenciaría por ordenar la ejecución de Mariela Barreto. El cadáver mutilado de la agente del Servicio de Inteligencia del Ejército (SIE), sin cabeza ni extremidades, apareció el 23 de marzo de 1997. Habría sido el brutal castigo de un régimen militarizado a una delación desde sus filas. Barreto mantuvo contactos informativos con los periodistas de investigación Edmundo Cruz y José Arrieta. Ninguna hipótesis de crimen pasional quedó en pie. Al exjefe del Grupo Colina Santiago Martin, quien recibió como coautor la misma pena que Montesinos, no se le atribuyeron celos derivados de una antigua relación amorosa con la víctima. La fiscalía lo acusó de haber actuado bajo órdenes del poderoso asesor de Alberto Fujimori, junto con miembros del destacamento militar que dirigió entre 1991 y 1992. Montesinos, jefe de facto del Servicio de Inteligencia Nacional (SIN), tenía poder decisorio sobre las instituciones castrenses. Era previsible que fuera sospechoso. Pero una condena por autoría mediata requiere más que las conjeturas que ofreció la Cuarta Sala Penal Liquidadora, presidida por Miluska Cano.
El móvil es deleznable: Montesinos habría pretendido evitar que Barreto divulgara los secretos del Grupo Colina, que llevaban años ventilándose. El fuero militar había condenado a sus principales integrantes, ya en libertad gracias a una ley de amnistía. Cruz y Arrieta, que desvelaron los crímenes de La Cantuta y Barrios Altos, dijeron en el juicio que Barreto no fue su fuente en aquellas búsquedas. Por mi parte –dirigí las investigaciones–, afirmé lo mismo. Según la sentencia, la opinión pública esperaba más noticias sobre el destacamento, que podrían desestabilizar al gobierno. No aportó ninguna evidencia. En cambio, omitió mencionar el verdadero contexto histórico del crimen: la toma de rehenes por el MRTA en la Embajada de Japón, que ocupaba la atención mundial. Montesinos se defendió arguyendo que en marzo de 1997 estuvo completamente dedicado a la crisis, resuelta en abril mediante un asalto militar. Sin embargo, no se ha fundamentado un móvil que relacione el asesinato con la toma de la Embajada de Japón.
Existen datos sueltos. En el 2001, en una instructiva, el general Juan Rivero, extitular de la Dirección de Inteligencia del Ejército (Dinte), dijo que tenía referencias de que Montesinos empleó a personal de la Marina destacado en el SIN para secuestrar a Barreto, quien luego fue entregada al SIE. En una posterior declaración, Rivero desacreditó a su versión, pues la había escuchado, indicó, en una cola de la pagaduría del Ejército. El 19 de mayo del 2021, Edmundo Cruz escribió en “La República” que una fuente le dijo que la agente fue condenada a muerte porque entregó a ese diario insumos para su noticia de que un túnel estaba siendo construido en las proximidades de la Embajada de Japón. Cruz desmintió a su informante, aunque admitió que la agente pudo ser asesinada en base a esta falsedad. Añadió que la hipótesis debía investigarse. No hubo indagación. Curándose en salud, Montesinos presentó a los jueces una planilla que demostraría que no había miembros de la Marina trabajando en el SIN cuando ocurrieron los hechos.
La cadena de suposiciones de la sentencia comienza en el SIE. Los jefes del servicio descubrieron que Barreto era infidente y lo informaron al general de la Dinte, Juan Yanqui, que lo reportó al comandante general del Ejército, Nicolás de Bari Hermoza. Este, a su vez, dio cuenta a Montesinos, quien dispuso la ejecución empleando la misma línea de mando. La orden contemplaba que el asesino fuera Santiago Martin con su gente de confianza. En la acusación fueron comprendidos los exmiembros del Grupo Colina Jesús Sosa, Wilmer Yarlequé y José Alarcón, además del entonces jefe del SIE, coronel Carlos Sánchez Noriega, y el jefe de contrainteligencia o SIE2, comandante José Salinas. Pero la sala descubrió que no había cómo involucrar a los generales Hermoza y Yanqui porque sería condenarlos solo por su cargo, sin ningún testimonio incriminatorio. Así que los absolvió.
A su vez, la fiscalía renunció a pedir sanción contra los supuestos matarifes a los que acusó durante tantos años. Fueron exculpados Sosa, Yarlequé y Alarcón. Hay que suponer que Montesinos coordinó directamente con el SIE o con Santiago Martin para el operativo de captura, muerte y despedazamiento de la víctima. ¿Con quién? No se sabe. Aunque Martin dijo que había estado en Trujillo, y un par de testigos lo confirmaron a la policía, los jueces, basándose en manifiestos de viaje hallados en su domicilio, opinaron que fabricó una coartada. Además, le creyeron a una tía de Barreto que recordó, años después del crimen, que él la llamó el día de su muerte. Martin lo niega. Otro indicio de culpabilidad fue que viviera en un cuartel del Ejército pese a estar en el retiro, lo que fue interpretado como un privilegio que solo podía habérselo concedido Montesinos. Sin embargo, Martin no era subordinado del SIN ni del SIE y no hay pruebas de que en 1997 trabajara con estos servicios.
José Salinas y Carlos Sánchez Noriega, condenados a ocho y 15 años de prisión, fueron arrastrados por el siniestro caso de otra agente, Leonor La Rosa, quien declaró que había sido violada y torturada en el SIE. Llegó al Hospital Militar con un sangrado vaginal y al salir sufría discapacidad, atribuida inicialmente a los golpes. Era investigada por infidencia en el marco de un plan denominado Tigre 96, que Salinas y Sánchez Noriega desarrollaban. Cuando apareció la denuncia de La Rosa, dos semanas después de la muerte de Barreto, Montesinos hizo que ambos oficiales fueran detenidos. Los jueces dieron por cierta una reunión en la que el asesor dispuso su enjuiciamiento, considerándola un acto demostrativo de su poder supremo. Pero no explicaron por qué Montesinos envió a la justicia castrense a dos cómplices con quienes solo unos días atrás organizó el asesinato de Barreto.
En el 2002, el gobierno de Alejandro Toledo indemnizó a La Rosa con US$120.000, aunque después no pudo impedir, pese a presionarlo, que el fuero castrense absolviera a los acusados. Tampoco evitó que la policía anticorrupción dictaminara que no hubo torturas. El caso pasó al fuero común. En el 2008, demostré, en este Diario, que la médula espinal de La Rosa estaba sana y no lesionada, como se le hizo creer a la CIDH y a otras organizaciones internacionales. En el juicio oral por los supuestos vejámenes, numerosos testimonios echan por tierra las incriminaciones, y hay evidencia de que La Rosa sufrió un paro cardiorrespiratorio que explicaría su dificultad de movimientos.
Este juicio, que presenta grandes dificultades para un fallo condenatorio, es llevado a cabo por la misma sala penal que resolvió en el Caso Barreto. Al fallar sobre el asesinato, los jueces consideraron que el plan Tigre 96, empleado para investigar a La Rosa, también sirvió para asesinar a Barreto. No hay evidencias. Llevo leídas 398 actas de ambos juicios y no pude hallar ninguna, aun estirando al máximo el concepto de autoría mediata. Este plan condenó a Salinas y Sánchez Noriega, quienes finalmente son los más perjudicados si son inocentes, puesto que a Montesinos y Martin las penas se subsumirán con las que ya tienen por violaciones de derechos humanos. Muy fácil sería aplaudir una sentencia sobre un crimen abominable, sobre todo si los sujetos son considerados enemigos públicos. De otro lado, no puede descartarse que hayan participado en el asesinato. Pero la justicia peruana merece mejores estándares condenatorios, al menos en los casos que conmovieron profundamente al país.