Para el ser humano, volar nunca ha sido solo volar. Siempre ha representado una aspiración por alzarse sobre lo mundano, por acometer una empresa para la que no fue diseñado, por sublevarse contra las leyes de la física y la metafísica que lo fuerzan a mantener los pies sobre la tierra y soñar. Tal fue sin duda el ansia que inspiró los ornitópteros de Leonardo e impulsó a Jorge Chávez a remontar los Alpes al grito de “arriba, siempre arriba”. Pero también la que arrastró esta semana al ex ministro Daniel Urresti hasta el borde del abismo para lanzarse al vacío en parapente y patalear sobre nuestras cabezas, aullando consignas que nadie pudo escuchar.
Urresti, en efecto, no es Domenico Modugno. No es ni siquiera el buen Piero Solari. Pero igual quiso dejarse raptar por el viento y, como en la canción que el primero compuso y el segundo interpretó mil veces, volar feliz por encima del sol mientras una música dulce sonaba solo para él.
Si hubiera prestado atención, sin embargo, si hubiera aguzado la vista, habría notado que allá abajo, entre los minúsculos ciudadanos que se preguntaban si era un pájaro o un avión, se producía una cierta agitación de jueces y fiscales que sospechaban que se trataba más bien de una versión criolla de Ícaro. Y empezaban a prepararse.