Los enigmas pueden ser inquietantes, pero a veces solucionarlos solo produce una turbación mayor. Al escuchar al ministro Urresti hilvanando dislates, por ejemplo, ¿quién no se ha preguntado si hay alguna mente tras sus palabras? ¿Existe, en efecto, alguna materia gris –o por lo menos grisácea– a la que podamos responsabilizar de sus discursos delante de un decomiso de yeso, de sus amenazas de mandar al Vraem a los policías que no cumplen sus deseos o de sus propuestas de desafiliar al Perú de la FIFA para ver si así clasificamos a un campeonato mundial organizado precisamente por esa institución?
La tentación a responder negativamente esa pregunta es, por supuesto, enorme. Pero la noticia de que un muñeco igual a él lo acompaña desde hace un tiempo en su despacho ha abierto nuevas perspectivas al respecto. ¿No será quizá esta especie de Mini-Me de estopa el que urde tanta iniciativa sandia? ¿No podría ser que –al revés de lo que ocurre en las películas de Chucky, en que el alma de un fulano inicuo posee al muñeco– aquí el monigote hubiera poseído al ministro forzándolo a perorar necedades por arte de ventriloquia?
El problema de esta hipótesis, sin embargo, es que si bien soluciona el enigma, no tranquiliza a nadie: nos precipita más bien a todos, como decíamos al principio, en una incertidumbre más profunda.